Rembrandt en el bar
En la pintura holandesa del XVII la apariencia de austeridad camufla un inesperado despilfarro, oculto y poderosísimo
Me impresionan los retratos holandeses, habitados por personajes vestidos de negro riguroso. Frente a la pasamanería de Giovanna Tornabuoni —en el Museo Thyssen—, los ropajes de los burgueses en Ámsterdam llevan a gala distinguir la abundancia del exceso. La ropa desvela la excelente calidad de los paños: en la pintura holandesa del XVII la apariencia de austeridad camufla un inesperado despilfarro, oculto y poderosísimo. Por eso me intrigan los retratos “con numerosas figuras, en ocasiones de cuerpo entero y otras de medio cuerpo, pero a menudo de tamaño real, que aparecen unas junto a otras”, escribe Alois Riegl en su libro de 1902 El retrato holandés de grupo, (Machado, traducción de Gema Facal). Son personas que, pese a constituir una corporación para alcanzar un objetivo conjunto y práctico y hasta de utilidad pública, aspiran a mantener sus individualidades.
Frente a Italia, los retratados holandeses nos miran a los ojos con descaro, nos sacan de nuestra zona de confort
En la exposición del Thyssen me encuentro con esos burgueses retratados a tamaño natural. Además de excepcionales cuadros de Rembrandt —uno de mis favoritos es el Retrato de un hombre en el escritorio— me sorprende el resto de individuos orgullosos de serlo, los habitantes del mundo holandés del XVII, asertivo y seguro de sí mismo. Además, frente a Italia, los retratados holandeses nos miran a los ojos con descaro, nos sacan de nuestra zona de confort —espectadores a salvo—, la que potencia la perspectiva italiana, hacia dentro. Disfruto mucho el paseo por esta muestra que la epidemia me impidió ver en su inauguración y que ahora me sorprende en la variedad de los invitados. No son solo cuadros, muchos impresionantes: es el modo de acercarse al mundo en un lugar y una época determinados.
Me detengo frente al grupo de Bartholomeus van der Helst. Los cuatro regentes comen ostras chorreadas con limón y tiran las conchas al suelo, igual que ocurre en algunos bares de Madrid con las cáscaras de las gambas –esa falta de higiene que fascina a los extranjeros. Sobre la mesa, un trozo de pan mordisqueado en este “bodegón en desorden” acaba subrayando su estatus de vanitas, tener tanto que hay que romper el hechizo del exceso. Ocurre con el bello bodegón de la naranja de Kalf en la colección que el Estado compró hace años al barón Thyssen y que ahora forma parte del patrimonio colectivo, un museo público.
En estos días todos hablan de la salida del gauguin en la colección personal de Carmen Cervera. Me cuentan incluso que algunos van buscando el hueco de Mata Mua en las salas. No hay hueco: se ha cambiado el montaje. No lo echo de menos: la colección del barón sin el gauguin sigue siendo igual de extraordinaria. Y me pregunto, mientras paseo entre los retratos, si esa obsesión por las ausencias se deberá a un sentimiento de vanitas compartido, ostras en el suelo de una posada. Personalmente prefiero las copas y las naranjas de Kalf, expuestas en la colección permanente: disfrutar de las cosas mientras duren. Vislumbro a Rembrandt en el bar. Me pido un cortado.
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