Emili Balançó: el hombre que nunca presumió de nada
Participó hasta el último suspiro en la búsqueda de una proyección cultural, intelectual, política de la isla que amó, Menorca
Tenía ochenta años y seguía siendo en Menorca el amigo de todo el mundo, el forastero que llegó de Barcelona para ser el mejor embajador de la isla. En las dos ciudades de su vida (ahora tenía otra, Sevilla) participó de la ilusión de cambiar este país. Lo hizo comprometiéndose primero contra la dictadura y después en la construcción, desde lo más municipal y humilde, de la democracia. Él mismo se retrató en una novela (Del color dels ocells, Embosta, 2018) como un personaje ajeno al que le atribuyó las siguientes características: “Un gran aficionado a la lectura, a la música y al arte, a los viajes y a la pesca”(…), “un tipo testarudo, un coleccionista de sueños, aunque un punto escéptico, perfeccionista”.
Este hombre que nunca presumió de nada participó hasta el último suspiro en la búsqueda de una proyección cultural, intelectual, política de la isla que amó. La consideró un tesoro cuando en los 60 era, decía él, un cul de sac, una pista de aterrizaje, y la cuidaba como si fuera el jardinero de una tierra única y delicada. Perteneció de manera casi perenne al patronato de fomento del turismo insular y fue, en los últimos años, concejal de Menorca y Sindic de Greuges.
Parecía un agente secreto que se vigilaba a sí mismo, y se trataba con la misma ironía con que trató todo lo que se movió alrededor
De nada de eso presumió. Parecía un agente secreto que se vigilaba a sí mismo, y se trataba con la misma ironía con que trató todo lo que se movió alrededor, en los bares de siempre, en las calles habituales, en los días grises o soleados de un territorio que fue su punto de apoyo para vivir. A todo el mundo conoció en la isla, y a la isla atrajo a nombres que ya eran famosos cuando él los conoció en la juventud barcelonesa. Con las manos atrás, los ojos como de película de serie negra de Raymond Chandler, dejaba que otros hicieran el cortejo o la conversación. Él hablaba por dentro. Su sección en el periódico de la isla se escribía en catalán, y su título en español era Hablar loco. Por dentro hablaba este hombre hasta cuando estaba hablando.
Era el mayor de los ocho hermanos de una familia que forma parte de una enorme dinastía catalana, los Balançó, y él era Emili Balançó, el hombre que no presumía de nada, ni de lo que hizo, ni de aquellos a quienes frecuentó. Sólo presumió, y hubo de pasar mucho tiempo antes de que eso ocurriera, de sus dos nietas, Adriana y Valeria, gemelas que ahora tienen seis años. Su hija Mariona se fue a Sevilla, allí nacieron las niñas y hacia esa ciudad desviaron él y su mujer, Carme Blanco, un destino que antes tenía como punto de apoyo el viaje a Barcelona, donde él nació.
Era discreto hasta en el gesto, pero su socarronería surgía a veces en ese semblante que tenía su centro en los ojos
El mercado de Menorca, su gente, sus productos, era un compañero de vida, un reflejo de su amor por la tierra. Y la pesca, con su amigo Lin Pons (quince años más joven, pero del que se consideraba “grumete”), era el otro diálogo cuya respuesta era el sonido del mar, su otro compañero.
Lin y su hija Mariona decían ayer lo que en ellos quedó de esta figura singular de la Menorca de tantas décadas. Era discreto hasta en el gesto, pero su socarronería surgía a veces en ese semblante que tenía su centro en los ojos. Su generosidad era la de una mano anónima que movía los hilos sin que apareciera nunca su firma. Era un amigo formidable de un gentío que no le pudo decir adiós porque él murió, por culpa del virus, confinado en un hospital de Mahón el último 8 de abril. Muchos no supimos que se había ido. Como si se cumpliera su pasión por amar y despedirse, haciendo de la discreción un modo de ser y de ocultarse.
Babelia
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