La actriz de reparto es la estrella
Rosa Maria Sardà recibió los merecidos aplausos y loas en vida. Los devolvió con la vocación y entrega de su maravillosa raza
En La niña de tus ojos, la película de Fernando Trueba sobre la aventura de un grupo de cómicos españoles en la Alemania nazi, Rosa Maria Sardà interpretaba a Rosa Rosales, una veterana de la escena que, algo cansada ya de las jovencitas “analfabetas” que le pisaban los talones, prefería no comer “entre bebidas”. En una secuencia de la película, la actriz alzaba su copa de vino y proclamaba: “Como dice Pepe Isbert hay que castigar el cuerpo para que el alma se eleve”. Son solo unos segundos, pero merece la pena detenerse en ellos para deleitarse una y otra vez con la maestría de una actriz superdotada, una cómica de la estirpe de los más grandes, esos que, como decía Orson Welles, no entienden la diferencia entre actuar ante una cámara o sobre un escenario porque, en realidad, la única diferencia está entre actuar bien o actuar mal.
Sardà tenía una voz capaz de mil requiebros y ese mismo don lo tenía en el gesto de los ojos y las manos, sus expresivas manos. Las movía con tanta gracia que le bastaba un ligero golpe de muñeca y una de sus burlonas caídas de ojo para arrastrar a los espectadores a sus pies. Daba igual que fuesen adultos o jóvenes, cultos o incultos, su talento era el de los grandes, siempre accesible y arrebatador.
Sus trabajos en el cine fueron muchísimos, casi medio centenar de títulos en los que sacó brillo a sus múltiples registros. Su repertorio de madres (burguesas, provincianas, castradoras, modernas) es impagable. Logró sendos goyas como actriz de reparto en Sin vergüenza, de Joaquín Oristrell, y ¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?, de Manuel Gómez Pereira. Pero su vínculo con el cine fue más allá de la pantalla gracias a las tres galas de los goyas, la de 1994, 1999 y 2002, en las que actuó como maestra de ceremonias. Un papel (ya se sabe) ingrato que ella elevó a los altares.
Ayer, al conocer su muerte, la Academia de Cine recordaba cómo cuando recogió en 2010 su Medalla de Oro de la Academia quiso compartir aquel honor con su “queridísimo” Manuel Aleixandre, intérprete que creía que el actor nace, no se hace. Un oficio, decía Fernán-Gómez, sin subterfugios, condenado a un íntimo fracaso y por ello al refugio de los “elogios más exaltados, las alabanzas desmesuradas”. Rosa Maria Sardà recibió los merecidos aplausos y loas en vida. Los devolvió con la vocación y entrega de su maravillosa raza, la de Isbert o su querido Aleixandre, “alguien con quien compartiré epitafio: ‘actriz de reparto”.
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