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universos paralelos
Columna
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La era de la extinción

El virus causa estragos entre los veteranos — y los no tan veteranos— del jazz mundial

El saxofonista de jazz Giuseppi Logan en Nueva York en 2010.
El saxofonista de jazz Giuseppi Logan en Nueva York en 2010.
Diego A. Manrique

Todavía no ha llegado el momento de hacer balance de la pandemia pero ya sabemos que, en estos meses, la comunidad del jazz ha sufrido un vapuleo brutal, seguramente superior al de otras músicas. Llevo apuntados los nombres de veinte difuntos de todas las latitudes, desde el camerunés Manu Dibango, 86 años, enterrado en París, al argentino Marcelo Peralta, 59 años, muerto en Madrid.

La guadaña tiene un silbido crepuscular: interrumpe carreras que parecían no tener fecha de caducidad. Así, notamos aún más la ausencia del eternamente incordiante Miles Davis. Falleció el saxofonista Lee Konitz, 92 años, uno de los escasos supervivientes de las sesiones de Birth Of The Cool. Con el baterista Jimmy Cobb, 91 años, moría el último participante en Kind Of Blue. Incluso desaparecía un legítimo heredero del trompetista de St. Louis, el gran Wallace Rooney, 59 años.

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¿Y las causas de tanta matanza? Habrá que buscar razones económicas: pocos jazzmen y jazzwomen han conocido los años de vacas gordas de tantos músicos de rock. No gozan de las redes de seguridad que suponen los ingresos por publishing o los derechos de sincronización. Su economía solía ser miserable: unos pocos dólares (o equivalente) por noche. Sin olvidar a los que cobraban en especie: la leyenda de la heroína que distribuía Art Blakey a algunos de sus Jazz Messengers, en los tiempos duros.

Ciertamente, en la primera división habían tomado sus precauciones. Un gigante como el pianista McCoy Tyner, 81 años, superó los estragos de la vejez con dignidad. Ellis Marsalis, 85 años, entendió que había más seguridad en la enseñanza que en la vida peripatética. Vía sus alumnos (incluyendo a sus muy espabilados hijos) a la larga pudo tener mayor influencia que muchas de las figuras que ocupaban las portadas de Down Beat.

La opción educativa no era viable para tipos introspectivos como el contrabajista Henry Grimes, 84 años. Muy solicitado en los años 50, en la siguiente década apostó por la new thing, luego universalizada como free jazz, tocando en Nueva York con Albert Ayler, Cecil Taylor, Archie Shepp. Se le creía desaparecido en combate hasta que, treinta años después, alguien le descubrió vegetando en Los Ángeles en condiciones penosas, sin su instrumento ni contactos con el mundillo musical. Ya en el siglo XXI, pudo volver a grabar y tocar. Similar trayectoria la de otro originario de Filadelfia, el saxofonista Giuseppi Logan, 84 años, que —como Grimes— grabó para el sello ESP-Disk. Es sabido que, en el momento de comenzar la sesión, Giuseppi amenazó de muerte al dueño de la discográfica si “le robaba el dinero”. ¿Una muestra de diplomacia negativa? No, un aviso: Logan sabía que ESP ignoraba el concepto de pagar royalties.

Eran más los instrumentistas que asumían que los discos funcionaban como palancas promocionales para ascender por el circuito del directo. Estoy pensando en Bucky Pizzarelli, muerto con 94 años. Músico anónimo en salas de baile y estudios de televisión, solo en la década de los setenta pudo grabar bajo su nombre e insuflar nueva vida en aquellos temas standard que muchos despreciaban, con su mágica guitarra de siete cuerdas.

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