¿Adiós a todo esto?
Un canto a las películas que hablan de cine en tiempos de una pandemia que pone en peligro la subsistencia del modelo de salas tal como lo conocíamos
El ritual duraba más de cien años. Y muchos de sus feligreses confirmarán que entre las mejores cosas que les ocurrieron en la vida el acto de ir al cine ocupó un lugar privilegiado. Solos o acompañados, ese refugio, ese placer, las sensaciones que provocaba, la ensoñación, la capacidad para descubrirte otros mundos, narrar historias apasionantes, imaginativas o realistas, la conexión con tus sentimientos más hondos, parecía inagotable, otorgaba vida. Y hacía tiempo que ese público ancestral y fiel generación tras generación había empezado a desertar. Seguía consumiendo cine, tal vez más que nunca, pero en sus casas, mediante la televisión, los iPad, los teléfonos móviles, las plataformas digitales. Y, mientras tanto, las salas oscuras lloraban, habitadas casi invariablemente por un público cercano al otoño o ya inmerso en el invierno de su existencia. Con excepciones, reducidas al cine de animación consumido por los niños y a cierto público joven que devora el género de los superhéroes, fabricado por ordenador.
La agonía de las salas se percibía, pero la invasión de este maldito depredador llamado coronavirus puede acelerar su destrucción. Es dudoso que las salas, reducido su aforo al 30% o al 40% de espectadores, logren llenar ese espacio. Y ojalá que me equivoque, que mi temor y mi certidumbre solo sea la de un agorero con afición a la jeremiada. Espero que los creyentes no hayan perdido las ganas de congregarse de vez en cuando en el templo, suponiendo que en el infierno económico que van a atravesar los de siempre y también las clases medias, los cinéfilos aún dispongan de unos euros para comprar la entrada sin que afecte a sus inaplazables necesidades cotidianas.
Hago memoria de películas que hablaban del cine, de su fabricación, de la evasión de la realidad y la magia que otorgaban al receptor en circunstancias plácidas o muy problemáticas. También aquellas muy antiguas que ya narraban el vacío que suponía para los espectadores la clausura de la sala en pueblos donde las opciones de diversión se centraban casi exclusivamente en el cine. Recuerdo la desolación de chavales a la intemperie existencial en la conmovedora La última película. El cine de ese pueblo texano llamado Anarene, azotado permanentemente por el viento y la falta de oportunidades, cerrará sus puertas para siempre tras la proyección de la épica Río Rojo. Cuando John Wayne grita para iniciar la larga marcha del ganado de vacas, o sea, el comienzo de la epopeya, los espectadores de esa trama saben que en su vida ya solo quedará la tristeza, el fracaso, la pérdida y la resignación. El camionero y su compañero kamikaze, que recorren pueblos sombríos de Alemania arreglando los proyectores de cine, saben que estos ya no serán reemplazados, que las salas van a cerrar. Ocurre en la película En el curso del tiempo, lo más memorable que hizo Wim Wenders. Un director cuyo interés se extinguió muy pronto. Y como a todo cristo, se me saltaron las lágrimas en Cinema Paradiso, cuando aparece la colección de legendarios y censurados besos cinematográficos que había guardado con celo el viejo proyeccionista. Solo a Woody Allen se le podía ocurrir la genial idea en La rosa púrpura de El Cairo de que el protagonista de la película saliera de la pantalla para ofrecer aventura, idilio y cobijo a una afligida espectadora, machacada en la vida real y cuya única tabla de náufrago es la fascinación que le provocan las imágenes. También le pasa a la inolvidable niña de la emotiva y poética El espíritu de la colmena cuando descubre en la pantalla al monstruo de Frankenstein. A partir de ese momento buscará al acorralado monstruo en su realidad.
La trágica Gloria Swanson de El crepúsculo de los dioses solo ve una y otra vez, en su viejo y claustrofóbico castillo, las películas del cine mudo que ella protagonizó y la convirtieron en estrella. El director de cine convencido de que la misión de este solo tiene sentido si reproduce la realidad del universo de lágrimas en el que sobrevive la gente descubrirá que los presos en condiciones inhumanas solo anhelan reír y soñar al mirar lo que se desarrolla en la pantalla. Hablo de la maravillosa Los viajes de Sullivan creada por el ya intolerablemente ignorado Preston Sturges. Y es admirable la inextinguible pasión y el enloquecido posibilismo que atesora el peor director de la historia del cine para conseguir rodar sus sueños en el precioso e hilarante retrato que hace de él Tim Burton en Ed Wood.
La lista de películas que reflexionan sobre la creación del cine o la extinción de este en su hábitat natural sería muy larga y conmocionante al recordarlas. Pero igual hay suerte y las salas oscuras sobrevivan. De forma marginal, pero todavía en pie. Los náufragos y los soñadores las seguimos necesitando.
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