Antonio Bonet Correa, maestro de maestros
Fue uno de los principales rompeaguas de la moderna historia del arte en España

Nuestros maestros Francisco Calvo Serraller y Ángel González García, cada uno por su cuenta, pero con la misma sincera gratitud y admiración, me hablaron muchas veces de la personal deuda contraída con Antonio Bonet Correa —fallecido el pasado viernes a los 94 años— y con ellos la de toda una generación de historiadores del arte, a quienes animó a transitar por senderos alternativos a los recomendados por la más pacata visión académica dominante en la disciplina a comienzos de la segunda mitad del siglo XX en España.
Como dice el refranero, el maestro de maestros que llegó a ser Antonio, fue cocinero antes de fraile. Antes de convertirse en uno de los principales rompeaguas de la moderna historia del arte en nuestro país, tuvo su personal y exigente camino de iniciación que le llevó a ejercer, tras licenciarse en Santiago de Compostela, nada menos que de ayudante de dos grandes historiadores españoles, sus paisanos José María Azcarate y Francisco Javier Sánchez Cantón. Todo ello también antes de viajar a París para completar su formación con la élite de la historia del arte francés en la Sorbona. Aleccionado por el profesor y amigo André Chastel volvió a España en 1958 casado ya con Monique Planes, su compañera inseparable, con el compromiso de compartir con sus colegas españoles una nueva visión, cultural, interdisciplinar y cosmopolita del estudio del arte.
A pesar del orgulloso arraigo a su tierra, a Antonio no le interesó tanto el minifundio como el cultivo extensivo de la historia del arte. Con su arado fue abriendo campos de investigación en barbecho a lo largo y ancho de la geografía universitaria española, no limitándose a la más personal área de especialización como fue la arquitectura barroca peninsular y ultramarina sobre la que aún hoy sigue siendo uno de los principales expertos internacionales. Los primeros congresos de historia del arte de la CEHA que animó con esa vocación coral aprendida en su experiencia parisina quedan ya también como testimonio elocuente de sus vastos intereses, donde la atención al arte antiguo no restaba energía a la necesaria revisión del arte de vanguardia, una misión en la que supo implicar con especial éxito a su hijo Juan Manuel Bonet, así como una compartida pasión bibliófila. De hecho, es justo reconocer ahora como una de sus aportaciones fundamentales su particular interés por la literatura artística, cuyo estudio había sido hasta entonces meramente testimonial en la historia del arte español.
Antonio Bonet Correa supo compaginar la investigación con la alta divulgación y la protección del patrimonio con la gestión de los museos y de otras instituciones relevantes como la Real Academia de Bellas Artes de la que llegó a ser su director en la extraordinariamente fructífera última etapa de su carrera.
Habiendo disfrutado de su magisterio en la universidad tuve que esperar a estos últimos años para tratarle con mayor asiduidad. Su incorporación al Real Patronato del Prado en 2003 fue un privilegio para quienes por entonces nos afanamos en la modernización del museo. En aquellas muchas horas de trabajo disfrutamos de uno de los mayores dones de Antonio como era, no ya su inteligencia y erudición desbordantes, sino la mezcla extraordinaria que en él se daba entre lo aprendido y lo vivido. Unidas ambas enseñanzas por una prodigiosa memoria, la esencia de su saber se destilaba en un sin fin de extraordinarios relatos que brotaban con la alegría y frescura de un manantial inagotable, signo inequívoco de que seguía en marcha, después de una longeva y fascinante vida, el motor principal de su existencia, la curiosidad.
Los amigos del Prado le homenajeamos cuando cumplió 90 años. Para entonces ya recordábamos a Ángel delante de la Bacanal de los Andrios y poco después se sumó Paco Calvo a las ausencias. El último acto público de Antonio al que tuve el honor de asistir fue la sesión necrológica dedicada a su discípulo. Todavía resuena en lo más profundo de nuestro ser el sonoro Salve con el que despidió el maestro al nuestro. Ahora tomando prestadas sus propias palabras de aquel día, querido Antonio, “tu nombre figura ya, con letras de oro, en el laureado Parnaso español”.
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