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Columna
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No lo llamen “nueva normalidad”, llámenlo “normalidad chunga”

En contra de la utilización de los eufemismos amables

Estrella de Diego
Un camarero llevando unas consumiciones el pasado 11 de mayo en una terraza de Tarragona.
Un camarero llevando unas consumiciones el pasado 11 de mayo en una terraza de Tarragona.EMILIO MORENATTI (AP)

Esta epidemia ha confeccionado una serie de pseudoneologismos serie B que me ponen enferma, aunque el que me resulta más tedioso —por reiterado— es la expresión “nueva normalidad”. Ya me parecía antipática en la crisis del 2008 —cuando se codificó en Estados Unidos—, pero en este momento de caos y muerte me resulta un insulto a la inteligencia: ahora no solo hemos perdido empleos y capacidad de consumo —que también—, sino nuestra vida como la conocíamos. Y no me estoy quejando, que conste: se trata de una situación sobrevenida para la cual no hay fórmulas. Mejor admitirlo. Se afronta como se puede. Lo que me chirría es la condescendencia al usar eufemismos amables. Prefiero llamarla “normalidad chunga”: me parece más precisa la definición.

¿Qué es esa normalidad chunga, además de no poder ir a bares, cuestión que desde medios y normativas parece clave para retomar la vida en sus dimensiones profundas? Para mí, en el terreno de la educación es el tan subrayado teletrabajo —otra palabra a la moda— que en España, por cierto, llega a un porcentaje bajísimo: ¿igual porque hemos basado nuestra economía en los bares? Aparte de que tras casi 50 años de la reconversión industrial quizás ha llegado el momento de revisar nuestro modelo productivo basado en el turismo, conviene reflexionar también sobre la discutida educación virtual.

¿Qué es esa normalidad chunga, además de no poder ir a bares, cuestión que desde medios y normativas parece clave para retomar la vida en sus dimensiones profundas?

No voy a seguir insistiendo en la brecha que se va a ahondar entre familias, regiones o países, pero desde ciertos sectores —altísimo nivel— se alaba sin tino la educación a distancia, así que quisiera aclarar, como docente, ciertas cuestiones. Una clase no es únicamente el lugar de transmisión de conocimiento —para esto sirve el email sin más—, sino un ámbito de aprendizaje en la discusión; el lugar privilegiado para pensar y formular nuevas preguntas y respuestas; para establecer vínculos afectivos incluso. Es el aula como ágora que Zoom o Google Meet no consiguen reproducir. La clase es performance, live art: se enseña y se aprende con el cuerpo completo. A los estudiantes tampoco les convence este mundo destangibilizado.

Las clases son un foro de intercambios que se diluyen con lo virtual, quizás porque, como la propia enfermedad nos ha recordado de forma salvaje, sin cuerpo no hay relato

Claro que desde universidades, institutos y hasta guarderías, docentes y alumnos —está siendo mérito de todos— estamos haciendo un trabajo para apoyarnos, ofrecer contenidos, seguir conectados en una comunidad que está habituada a lo presencial como vehículo de la discusión en el mundo entero, además. Y claro que seguiremos haciéndolo mientras no haya otra opción, pero que nadie nos diga que es una nueva normalidad aceptable, un cambio de paradigma sin más, porque eso sí que no lo compramos.

Las clases son un foro de intercambios que se diluyen con lo virtual, quizás porque, como la propia enfermedad nos ha recordado de forma salvaje, sin cuerpo no hay relato. Veremos las exposiciones en la web de los museos —esfuerzo encomiable sin duda—, pero nunca sentiremos el escalofrío frente a la obra. Muchas galerías de arte han abierto con cita previa, de modo que podemos recuperar un poco de lo tangible: que nos consuele de la maldita normalidad chunga.

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