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Literatura S. A.

El problema de los escritores con el dinero nace de los escrúpulos del arte hacia el comercio

Javier Rodríguez Marcos
José Bódalo y Victoria Vera en la serie 'Cañas y barro', basada en la obra de Vicente Blasco Ibáñez.
José Bódalo y Victoria Vera en la serie 'Cañas y barro', basada en la obra de Vicente Blasco Ibáñez.

En España la música tiene tres salidas: por tierra, mar y aire. El musicólogo Antonio Gallego recordó esa broma de su maestro, Federico Sopeña, durante una conferencia celebrada en marzo de 2011 en la Fundación Juan March de Madrid. Un año después, esa charla pasó a formar parte del libro colectivo Ganarse la vida en el arte, la literatura y la música, que relata el modo en que, a lo largo de los siglos, los creadores han llevado el pan a casa. Después de plantear un panorama general de cada disciplina, los ensayos se detienen en tres casos concretos: Rubens, Beethoven y Blasco Ibáñez.

De este último se ocupa Joan Oleza, catedrático en Valencia y autor de, entre otras proezas, una memorable edición de La Regenta para Cátedra. También esta vez su contribución –“La empresa de escribir”- es memorable. Antes de llegar al autor de Cañas y barro, Oleza analiza la construcción durante el siglo XIX de eso que Pierre Bourdieu denominó “campo literario”, un espacio artístico nacido en oposición al mundo capitalista “burgués”. Siguiendo al Bourdieu de Las reglas del arte (Anagrama), el profesor recuerda que de las tres escuelas en disputa durante la revolución industrial -la literatura comercial, la social y la partidaria del arte por el arte- fue la tercera la que, de la mano de Flaubert y Baudelaire, terminó imponiéndose. Y lo hizo de tal modo que impuso a la vez su estética -la autonomía de la creación- y su ética, según la cual el “éxito comercial” de una obra es señal de “impureza artística”, de sumisión al mercado. Ahí empezó el dilema de los escritores con el dinero, que Oleza, en el caso de Blasco Ibáñez, resume así: “Ganó una fortuna pero perdió su lugar en el canon literario”.

El mundo ha cambiado mucho. El sistema de prestigios que rige la literatura, menos. El mercado ha sustituido al mecenazgo, pero la emancipación económica de los escritores depende menos de sus libros que de todo aquello que los rodea: colaboraciones en prensa, coloquios, jurados, premios. Eso es lo que ha dejado a la intemperie la crisis del coronavirus. Al contrario que en Noruega, donde un autor emergente puede contar con una beca-sueldo de 25.000 euros anuales, en España la literatura no es un puesto de trabajo directo sino indirecto.

Como decía Auden, para un poeta es más fácil ganarse la vida hablando de sus versos que escribiéndolos. Por eso apelar a su contribución al PIB es un arma de doble filo que podría terminar cortando la cabeza a los géneros minoritarios. Su baza es el valor simbólico, no el comercial, darwinista por definición. El Estado puede hacer rápidamente muchas cosas por la industria del libro: eliminar impuestos, combatir la piratería, invertir en bibliotecas públicas. Por los escritores, una fundamental, pero lenta: crear lectores. Y eso, con permiso de Instagram y Netflix, es competencia del Ministerio de Educación.

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Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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