Cuando vuelva la música
Devastado por la pandemia, el mundillo del pop español debe reinventarse. De nuevo
Permítanme remachar lo obvio: en estos días infaustos, el sector de la música pop boquea como pez fuera del agua. Nos cuentan que se suspenden giras y festivales pero quizás no seamos conscientes de que solo contemplamos la punta del iceberg: debajo del agua agonizan músicos no estelares, locales de directo, tiendas de todo tipo, discográficas, estudios de grabación, medios.
Seamos sinceros: se trata de un ecosistema frágil, desunido y, caramba, falto de voz propia. No tiene el potencial intimidatorio del cine y el teatro, carece de los elocuentes altavoces del universo de los libros, malvive entre los pagos en negro y los equilibrios de Carpanta.
Pero no se trata de echar la lagrimita. Por el contrario, quisiera destacar la extraordinaria resiliencia del pop hecho en España. Su misma eclosión tuvo algo de milagroso: en 1959, cuando empezaron a grabar, apenas había músicos jóvenes con acceso a instrumentos eléctricos de marcas misteriosas; cinco años después, con el catalizador de The Beatles, eran decenas de miles los conjuntos españoles en activo.
Aquellos chalados mal equipados conquistaron los escenarios del país. Por poco tiempo: a partir de 1968, autoridades y sellos discográficos recuperaron el control del volante. Por razones ideológicas, en España no se podía tolerar la deriva hacia la psicodelia, el underground, la subversión moral. Como reemplazo, nos impusieron los baladistas y los grupos veraniegos.
Aunque parezca inverosímil, el movimiento se instaló en la semiclandestinidad: pocos discos, escasas actuaciones, topetazos con la censura… todo superado por una granítica voluntad de resistencia. Así se explica que, tras el año de gracia de 1975, la música pop –e incluyo aquí a sectores del flamenco y los cantautores más ambiciosos- cumplió con la promesa del renacimiento creativo del posfranquismo. Nunca se materializaron las míticas cien novelas magistrales almacenadas en los cajones pero en la segunda mitad de los setenta hubo una asombrosa catarata de propuestas sonoras (más de las que el país podía asimilar, pero aparquemos esa desdicha).
El pop nacional sobrevivió incluso al intento de suicidio (comercial) que fue el indie en pichinglis de los noventa. Cierto que los divos españoles no hilaban fino: se tomaron el desafío de Operación Triunfo en 2001 como cuestión generacional. Y no era un problema estético o laboral (la ascensión de jugadores de Tercera a Primera División). Se trataba de una cuestión ética, incluso penal: el usufructo de TVE por una discográfica barcelonesa y una productora holandesa.
Al menos, los listillos de OT supieron ablandar a la oposición repartiendo juego. Habituados al cortoplacismo, no hubo reacción efectiva ante la voladura controlada de la SGAE, a instancias de telecos y empresas multimedia: queda, para la historia universal de la infamia, el asalto de la Guardia Civil al Palacio de Longaria, como si se pretendiera capturar a Josu Ternera. Muy posiblemente, SGAE concitaba entonces más odios que ETA.
Corrían tiempos en que artistas y disqueros estaban abrumados por una opinión pública que exigía el gratis total. Hasta ilustres pensadores alternativos dictaminaban que el músico del siglo XXI debía ganarse el pan con conciertos y venta de merchandising. Me pregunto cuántas camisetas habrán comprado estos días en muestra de solidaridad.
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