Muere Rafael Berrio, ‘enfant terrible’ del rock vasco
Músico de culto y ácido compositor, el cantante, que perteneció a grupos como UHF, Amor A Traición y Deriva, fallece a los 56 años en San Sebastián
Demasiado indie para los cantautores y demasiado cantautor para los indies. Demasiado librepensador para los rockeros y demasiado rockero para los bohemios. Rafael Berrio era su propio género, como esos poemas que riman sin reglas. Muerto hoy martes a los 56 años en San Sebastián a causa de una enfermedad que padecía, este músico de voz acuciante era un enfant terrible de la canción de autor, un verdadero francotirador que no dejaba títere con cabeza para denunciar la decadencia de una sociedad, la española, entregada a una cultura de consumo fácil y desprovista de valores.
Era un ‘enfant terrible’ de la canción de autor, un verdadero francotirador que no dejaba títere con cabeza
Compositor tan lúcido como ácido, Berrio, nacido en San Sebastián, fue una de las voces más queridas de la escena vasca por su capacidad para mezclar lo urbanita con lo literario, sobreviviendo como un músico underground de porte nihilista, pero rezumando humanidad. Aprendió a tocar la guitarra con su padre en un taller y, superados sus años colegiales, formó su primer grupo en 1971.
Curtido en los ochenta y primeros noventa en bandas como UHF y Amor A Traición, Berrio fue uno de los instigadores de lo que se conoció como el Donosti Sound, todo ese movimiento de grupos y artistas donostiarras que, pasada la movida, bebían del pop más trenzado de la new wave. Especialmente con el proyecto Amor a Traición, Berrio, que también formó parte de Deriva, marcaría líneas generales, llegados los noventa, para que gente como Le Mans, Family y La Buena Vida desarrollasen un sonido elegante y luminoso. Incluso ayudaría a componer a La Oreja de Van Gogh antes de su explosión en las radiofórmulas.
Pero Berrio se reconocía “hijo de la contracultura”. En este sentido, le debía tanto al Bob Dylan mercurial, el que revolucionó la música en los sesenta a golpe de ácido, como a Lou Reed, al que más podía imitar en sus discos en solitario con esos dejes de la Velvet Underground y esas letras punzantes y cínicas.
En solitario, salió su vena más corrosiva y brillante, mostrando el perfil de un compositor mayúsculo, todo un forense existencial. Había mucho de hombre del renacimiento en Berrio, un letrista versado en la canción francesa como en el punk, un pensador adherido tanto a la literatura centroeuropea como en la filosofía existencialista. Todo salía con naturalidad y, sobre todo, puntería. Una puntería que podía llegar a doler.
Sus cinco álbumes bajo su propio nombre (1971, Diarios, Paradoja, Adiós a la bohemia auxilio y Niño futuro)podrían estudiarse como un catálogo devastador sobre la importancia del ser, más aún en una sociedad tan distraída como desmemoriada, repleta de grietas y excesos, en la que para los verdaderos poetas solo queda “el alma elevada en los alcoholes fuertes, la fiereza en los ojos deslumbrados y el mendrugo de pan”, como cantaba en Dadme la vida que amo, perteneciente a su último disco.
Maldito y libre, Berrio era una trinchera para los tiempos de decadencia. Esos tiempos que, como las oscuras golondrinas, siempre vuelven. No era un gran cantante ni un gran instrumentista. Había decenas mejores que él y sus canciones además tenían unos puñados de reproducciones en las redes sociales en comparación con las cifras millonarias de las estrellas. Pero pocos despechaban versos como si la filosofía se hiciese rock. Como cantaba en Mis ayeres muertos, esa elegía a la que convendrá agarrarse cuando surja el inesperado momento del declive, todo lo había visto y de todo se acordaba. Cierto: sus ojos rabiosos y portentosos eran una forma única de ver la maldita vida.
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