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Crítica | Gloria Mundi
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La ansiedad de trabajar

Más solemne que nunca ya desde su título, este drama habla del final del estado de bienestar y de lo efímero de nuestras vidas

Javier Ocaña
Ariane Ascaride (izquierda) y Anaïs Demoustier, en ‘Gloria mundi’, de Robert Guédiguian.
Ariane Ascaride (izquierda) y Anaïs Demoustier, en ‘Gloria mundi’, de Robert Guédiguian.

Dos de las voces más autorizadas del cine social europeo, Ken Loach y Robert Guédiguian, toda una vida profesional unidos por la denuncia política y el activismo artístico, han coincidido en apenas unos meses en la esencia de su última diligencia cinematográfica: la economía de la ansiedad, la falsa autonomía, la desprotección laboral, las salvajes inercias del capitalismo y la miseria del autoempleo. Tras 50 años de carrera del británico y 40 años del francés, se han centrado en la familia para acabar hablando de una colectividad, de una sociedad a la deriva en lo económico y quizá también en lo moral. Sin embargo, aunque ambos estén en posesión de la certeza de que algo huele a podrido en Europa, el despliegue de Loach en Sorry We Missed You es crudo, profundo y emocionante, y el de Guédiguian en Gloria mundi es caprichoso, maniqueo y caricaturesco.

GLORIA MUNDI

Dirección: Robert Guédiguian.

Intérpretes: Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin, Gérard Meylan, Anaïs Demoustier.

Género: drama. Francia, 2019.

Duración: 107 minutos.

Más solemne que nunca ya desde su título, Gloria mundi, subtitulada sic transit, habla del final del estado de bienestar y de lo efímero de nuestras vidas. Y lo hace a través de dos generaciones muy distintas de una familia de clase trabajadora: la de mayo del 68, de gran nobleza e integridad, ahora al borde de la jubilación pero con la misma sensación de congoja que antaño; y la de los jóvenes que se inician en la paternidad y la maternidad, a los que el director de Marius y Jeanette retrata casi con animadversión en su desorden moral. Si ese dibujo se ajusta a la realidad o no es casi lo de menos, porque la principal carencia de la película es otra: la historia presenta temas de evidente interés (la nueva usura de las tiendas de compra-venta, el porno casero como remedio económico), y los conflictos surgidos son muy reconocibles, pero la precisión de estos mediante acciones y diálogos concretos, acordes con el retrato de personajes que se ha configurado, es gruesa, poco plausible y en algún caso incluso grotesca en su falta de verosimilitud.

Sorprendentemente en un director siempre apegado al naturalismo, a la sencillez expositiva y a la ausencia de pompas formales, el francés utiliza un tono de elevada gravedad en todo lo relacionado con uno de los personajes, el del expresidiario que interpreta Gérard Meylan, al que acompaña la Pavana para una infanta difunta, de Maurice Ravel, y al que se retrata como un antihéroe de película de cine negro, de polar francés. Y, sin embargo, también con sorpresa, es el único rol bien redondeado de la película en su amarga libertad. Loach y Guédiguian han coexistido en el tipo de trabajo (un transportista y un conductor de Uber), en semejantes apuros familiares y hasta en una injusta paliza como acicate para el drama, pero la profundidad de uno y otro trabajo no puede ser más opuesta.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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