Los talleres del Prado, Premio Nacional de Restauración
El jurado ha destacado “la calidad del trabajo llevado a cabo desde la creación de la institución” en un momento en el que el sector presenta una "problemática laboral"
El taller de restauración del Museo del Prado es el nuevo Premio Nacional de Restauración y Conservación de Bienes Culturales, otorgado por el Ministerio de Cultura. El jurado ha destacado la trayectoria profesional marcada por “la calidad del trabajo llevado a cabo desde la creación de la institución”. El reconocimiento -dotado con 30.000 euros- coincide con el bicentenario de la institución y subraya la complejidad del trabajo ejecutado, “habida cuenta de la problemática laboral que el sector de la restauración presenta en la actualidad”. La referencia es a la necesidad de la normalización y regulación de la profesión, como reclama la Asociación de Conservadores Restauradores de España (ACRE).
El equipo humano, “integrado mayoritariamente por mujeres”, está dirigido por Enrique Quintana, que siempre se ha preocupado por destacar que sus labores no responden a un trabajo mecánico. Quintana ha tenido que bregar en el Prado con directores e historiadores que le pedían “refrescar” los cuadros, como si de un lavado se tratara. Pero la restauración, defiende Quintana, no es eso: “Limpiar los barnices no es pasarle el paño a la superficie para sacarles brillo a los colores”. Es un proceso interpretativo, que redescubre y libera el alma de la pintura presa de la inmundicia.
“Paciencia, respeto y cuidado”. Son las virtudes del trabajo del restaurador definidas en 1833 por José Bueno, que presentó a Fernando VII un novedoso proyecto para el desarrollo del oficio dentro de la pinacoteca. Pretendía hacer frente al “inmenso número de cuadros arruinados, cuya pronta restauración es absolutamente precisa”. El rey le concedió un aumento de facultativos para formar la Escuela de Restauración de Pinturas del Real Museo.
José Bueno, en lo que fueron los orígenes del actual taller, formó a sus restauradores para entender y leer la pintura. Sus ecos llegan hasta Quintana, que defiende el proceso intelectual de la limpieza de la superficie de un cuadro para descubrir cómo está construido. “La limpieza es un proceso creativo”, suele decir, mientras se mueve apresurado entre las mesas y los puestos de sus compañeros. Ya no restaura, ahora se dedica a ayudar a los demás, coordina y supervisa sus trabajos.
El estilo del Prado
Esa visión del restaurador como un pelele al servicio del historiador ha dejado paso a otra en la que ambas ramas se coordinan, bajo la supervisión del director. Así ocurrió con el descubrimiento del paisaje de la Gioconda bajo el fondo negro por parte de Ana González Mozo y Almudena Sánchez. En la plantilla actual la mayoría de oficiales cuenta con 30 años de operaciones en un museo de las obras maestras. Ya no está Rafael Alonso, jubilado, reconocido en 2010 con el Premio Nacional de Restauración. Esa trayectoria ha dado al Prado un estilo de restauración que puede resumirse en lo importante no es lo que te llevas, sino lo que dejas.
Lo peor que le puede pasar a una obra de arte es que el restaurador, en busca de protagonismo, se sitúe por encima del pintor. Bajo las órdenes de Quintana, los restauradores del Prado se han dedicado a neutralizar daños, no a manipular. Pero no ha sido un camino sencillo. No fue hasta 1984, con la llegada de John Brealey, el restaurador más prestigioso del Metropolitan Museum de Nueva York, para dirigir la limpieza de Las meninas (1656), de Velázquez, cuando empezaron a curarse los estigmas artesanales de la imagen de los restauradores del Prado.
Brealey aportó otra mentalidad, les hizo ver que ellos no trabajaban solo con las manos, sino que debían abordar la obra con los cinco sentidos. Les enseñó a leer las pinturas, a preguntarse por el autor, el porqué de la pincelada, la nitidez de la perspectiva, la profundidad o la luminosidad. El restaurador inglés logró que al equipo se le proporcionara un taller estable en el último piso del edificio. Quintana estaba allí, era mucho más joven y restauraba mucho más, y aprendió que su oficio era como el de los traductores de una novela: si traduces a Dostoievski, no basta con hablar bien el ruso. Ambas profesiones deben dejar la obra con todo su potencial intacto, porque lo importante no es el traductor, sino el escritor.
Babelia
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