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El día en que Arroyo asesinó a Duchamp para salvar la pintura

Diversos expertos recuerdan al artista cuando se cumple un año de su muerte

Jesús Ruiz Mantilla
Parte del políptico 'Vivir y dejar morir o el fin trágico de Marcel Duchamp' (1965), de Eduardo Arroyo.
Parte del políptico 'Vivir y dejar morir o el fin trágico de Marcel Duchamp' (1965), de Eduardo Arroyo.

No había explotado París en las calles aun pero sí en las galerías de arte. Corría el año 1965 cuando una encuesta coronaba a Marcel Duchamp como el artista más influyente de la época contemporánea frente a Pablo Picasso. Eduardo Arroyo llevaba siete años en Francia. Militaba en diversos frentes con ímpetu y las barricadas que no existían, las creaba. Como la que formó junto a sus colegas Gilles Aillaud y Antonio Recalcati. ¿Su misión? A raíz de aquella tendencia que demostraba la encuesta se empeñaron en salvar la pintura frente a lo que consideraban la desesperante frivolidad conceptual de algunas vanguardias.

Dadá era una, según ellos. Y Marcel Duchamp, su profeta a destruir. Lo combatirían con armas mezcladas, incluso. La pintura debía ser una, por parte de los tres artistas cruzados. Pero también, por qué no, las que utilizaba el propio Duchamp: conceptualismo y teatralidad con fuerte voluntad de representación. ¿Quién ganaría? O quién ganará aún en ese debate todavía abierto 54 años después, cuando se cumple además el primer aniversario de la muerte de Eduardo Arroyo.

Él se empeñó en jugársela entonces contra el rey de la provocación, el profeta nihilista armado con su taza de wáter como taladradora de las paredes de los museos. Diversos expertos han recordado ahora aquel episodio como una batalla crucial en su carrera. Lo han hecho este pasado fin de semana en Robles de Laciana (León), reunidos por su viuda, Isabel Azcárate. Allí se refugiaba largas temporadas en su casa familiar para crear sin descanso.

Arroyo satisfecho en vida cuando El Reina Sofía se quedó con los cuadros. Había librado una batalla que les costó cara a los tres: “Aquello lo pagamos. No era una broma meterse con él”

Le contó el episodio en vida a Alberto Anaut en la película 24 horas con Eduardo Arroyo, que dura exactamente eso: el equivalente a un día y representa un documento excepcional para conocerlo. “Duchamp era un teórico, muy inteligente, muy hábil, pero no un artista”, asegura él mismo en la conversación. “Cuando conocimos aquella encuesta nos dimos cuenta de la gravedad de la situación. El resultado anunciaba en lo que se ha convertido hoy la gran mayoría del arte mundial, que venía acompañada de un aparato crítico y una tendencia museística poderosa. Eso ha producido uniformidad, que se abran museos por todo el mundo iguales”, comentó Arroyo.

Decidieron por tanto representar no solo la muerte de Duchamp. Fueron mucho más allá: “Planeamos su asesinato violento”, confiesa Arroyo. “Nuestro papel no resultó agradable en absoluto. Nos presentamos como una especie de agentes policiales. Debíamos torturarle, golpearle, hacerle preguntas incómodas”. Y finalmente tirarlo por la escalera… Toda esa secuencia les dio para ocho cuadros que se exponen hoy en el Museo Reina Sofía como parte de su colección permanente. De eso quedó Arroyo satisfecho en vida. Había librado una batalla que les costó cara a los tres: “Aquello lo pagamos. No era una broma meterse con él”.

Duchamp vivía. Murió tres años después, en 1968. La provocación de aquellos jóvenes multiplicaba por tanto así sus efectos con factura al principio de sus carreras. Apenas sobrepasaban los 30 años. “Nos despreció diciendo que solo buscábamos publicidad, como si él no lo hubiera hecho nunca. Nos cerraron las puertas de galerías y museos”.

“Aquel episodio fue una toma de conciencia que vino a recalcar ese credo en la trayectoria de Arroyo y que podemos resumir en una frase: no hay sepultura posible para la pintura”, asegura Miguel Zugaza

El boicot no vino por parte de quienes participaron en la exposición La figuración narrativa en el arte contemporáneo, donde expusieron los cuadros. Aquella era una corriente en la que se sentían cómodos. Tampoco de una gran tendencia de la crítica, que los aplaudió para defenderlos de la ira de los surrealistas, por ejemplo, cuando firmaron un manifiesto en su contra.

Hoy, Félix de Azúa, escritor y profesor de Estética lo recuerda como un hecho fundamental en su carrera. “Algo que, junto a la simbología de su obra daría para varias tesis doctorales porque aun, Arroyo, no ha sido bien estudiado”, asegura. También lo piensa Fabienne di Rocco, la gran experta en su obra y su más cercana colaboradora durante décadas. Y Miguel Zugaza, director del Museo de Bellas Artes de Bilbao, que durante su etapa como responsable del Prado abrió en vida las puertas del museo para que Arroyo expusiera su propia versión de El cordero místico, la obra de los hermanos Van Eyck. “Aquel episodio de Duchamp fue una toma de conciencia que vino a recalcar ese credo en su trayectoria y que podemos resumir en una frase: no hay sepultura posible para la pintura”.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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