Para terror, el fantasma Belfegor
La publicación de la novela que dio origen a la célebre serie televisiva de los sesentas invita a reencontrarse con el siniestro espectro del Louvre
Es decir “Belfegor” y llenarse el mundo de una sombría y amenazadora atmósfera, en riguroso blanco y negro. El nombre resuena con ecos misteriosos y siniestros evocando los miedos de la infancia, al menos de la mía. Era mediados de los años sesenta y temía que se me apareciera el notorio “fantasma del Louvre”, emanando como espesa y oscura miasma de la pantalla del televisor, un lugar del que, junto a las felices aventuras de Rin-Tin-Tin o los Thunderbirds provenía también un material que iba directo a nutrir las pesadillas: Historias para no dormir (la de la cataléptica aún me pone los pelos de punta) o Boris Karloff presenta (durante años no pude dormir sin una luz encendida).
Belfegor, originalmente Belphégor, era una mini serie francesa de 1965 que se emitió en España al año siguiente y que trataba sobre la aparición de un ser espectral en un museo del Louvre pre-pirámide de Ming Pei, merchandising y atascos frente a la Mona Lisa. El fantasma, de riguroso negro, con una larga túnica, una toca característica y una estremecedora máscara de cuero con aberturas en los ojos y la boca, surgía de noche en las salas de egiptología (a través de un sarcófago que conectaba con un pasadizo) y desde allí se paseaba por el museo como Pedro por su casa dedicado a sus cosas fantasmales, que al principio no sabíamos (ni nosotros ni los investigadores del extraño caso) muy bien qué eran, pero incluían el asesinato de vigilantes y dar muchos sustos en un ambiente que hubiera hecho las delicias de la momia Imhotep y el doctor Mabuse. A mí me recordaba Belfegor, en su andar sigiloso y amenazador, a una tata que tuve que se llamaba Milagros y era muy severa e igualita a Lola Gaos.
El espectro se relacionaba especialmente con la estatua de su tocayo el dios -o diablo, según el punto de vista-, moabita Belfegor, del que tomaba el nombre. Belfegor, que suena terrorífico que te mueres, aunque lo digas en francés, Belfegog, era una divinidad cananea que los israelitas demonizaron en parte porque le hacían campaña las mujeres moabitas seduciendo a los castos hebreos. San Jerónimo comparó a Belfegor, que luego derivó en archidiablo medieval y barroco, con un Príapo palestino, vinculado a las orgías y venerado en forma de falo, que ya es avatar. Su nombre se deriva de Baal Pe’or, que podría significar “Señor del monte Pe’or”, aunque es inevitable el juego de palabras vamos a ir de Baal a Pe’or. Maquiavelo le dedicó una novela y Respighi una ópera. Entonces, al verla por primera vez, yo no tenía ni pajolera idea, pero la escultura de Belfegor que aparecía en la serie era una impropia mixtura de cuerpo mesopotámico y cabeza rematada por una corona osiriaca típicamente egipcia: vamos que ni un moabita harto de vino lo hubiera representado así.
En realidad la serie no se rodó apenas en el Louvre sino en estudio, donde se recrearon las salas echando el resto en crear ambiente pero con mucha manga ancha en la reproducción de los objetos arqueológicos; incluso salía el David de Miguel Ángel.
Belfegor o el fantasma del Louvre era una adaptación de la novela de 1927 del mismo título de Arthur Bernède (1871-1937), que acaba de publicar Valdemar en su estupenda colección gótica. Me he zampado con gran placer el libro zapeando sus páginas con escenas de la serie que se encuentran en Internet y comparando. El original literario, que ya tuvo una primera adaptación fílmica muda en 1926, es un delicioso folletín policiaco, con persecuciones, disfraces, envenenamientos, bombas, muertes falsas y amoríos (y hasta un jorobado), que tiene un aire como de historia de Fantomas (que para mí es especialmente el Jean Marais de los filmes de los sesentas de André Hunebelle y némesis de Louis de Funés) y carece de la pátina esotérica de la serie televisiva, en la que hay derivaciones rosacrucianas y parapsicológicas y un juego con dos hermanas gemelas, interpretadas ambas por Juliette Gréco, lo mejor de la función.
El centro de la intriga, que en la serie es “el metal de Paracelso”, un material dotado de propiedades extraordinarias escondido en la estatua de Belfegor, en la novela, donde el fantasma medra en la Sala de los dioses bárbaros (adonde accede por un pasadizo detrás de la Victoria de Samotracia), es el mucho más prosaico tesoro de los Valois, los reyes de Francia. La serie (que tuvo un remake con mucha menos gracia en 2001, pero con Sophie Marceau y una momia, que siempre es un bueno, dos puntos) eliminó algunos personajes, notablemente Chantecoq “el rey de los detectives” como lo denomina Bernède, y añadió otros. Entre lo mejor de la novela, el protagonista principal, Jacques Bellegarde, ese “brillante redactor” del Petit Parisien, “periodista de raza, de viva imaginación”, que a pesar de investigar los crímenes del Louvre no desdeña las exposiciones, aparte de ligar a espuertas, el tío. En la serie se convirtió en André Bellegarde, un estudiante de arte que ayudaba al comisario Ménardier,, con lo cual prefiguraba al investigador académico Robert Langdon de El código da Vinci (Dan Brown está en deuda con Belfegor). Tanto en la novela como en la serie, las mujeres tienen un papel fundamental.
El gran puntazo de la serie, como de la novela, fue situar la intriga en el Louvre, al que Belfegor ha quedado vinculado para siempre como fantasma oficial. Incluso hay visitantes que buscan –vanamente, claro- su estatua en las salas: (lo cuenta Pierre Rosenberg en la entrada “Belphegor” de su entretenidísimo Dictionnaire amoreux du Louvre (Plon, 2007). Otros grandes museos tienen su propio espectro como la Momia de la mala suerte del British Museum, buena conocida mía, a mi pesar, que está pidiendo a gritos (¡!) su propia serie.
A destacar que en la serie francesa, bajo el ropaje de Belfegor iba el notable mimo francés Isaac Alvarez (1930), uno de los grandes maestros de la renovación de las artes del movimiento corporal y el teatro gestual de los sesentas y que había participado en la fundación de la famosa escuela de Lecoq, en la que daba clases. Buena parte de la impresión hipnótica que provocaba Belfegor se debía al arte de Alvarez, que trabajó luego con Jean-Louis Barrault y cuya influencia llega hasta Philippe Decouflé.
Babelia
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