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FERIA DE SAN MIGUEL

El Cid, la sensibilidad a flor de piel

Emotiva despedida del torero sevillano ante una corrida inservible de Victoriano del Río

Antonio Lorca
El diestro Manuel Jesús 'El Cid' saluda al público al llegar a la plaza de toros de Sevilla.
El diestro Manuel Jesús 'El Cid' saluda al público al llegar a la plaza de toros de Sevilla.José Manuel Vidal (EFE)

La fiesta de los toros, tan descorazonadora tantas veces, permite, también, vivir momentos mágicos, tan inimaginables como imborrables, de esos que emocionan de verdad, ponen la piel de gallina y alegran el alma.

Anunciaron los clarines el comienzo del último tercio del quinto de la tarde. El Cid, muleta en mano, se dirigió diligente hacia el toro mientras la plaza guardaba un respetuoso silencio. En ese momento, rompió la banda de música a tocar en homenaje al torero que lidiaba su último toro en Sevilla. Y los tendidos, puestos en pie, aplaudieron con entusiasmo el detalle de exquisita sensibilidad mientras El Cid componía nervioso los primeros y emotivos compases de su postrera faena.

DEL RÍO/PONCE, EL CID, MANZANARES

Toros de Victoriano del Río, desigualmente presentados, blandos, nobles, sosos y descastados.

Enrique Ponce: bajonazo (silencio); estocada caída (silencio).

Manuel Jesús El Cid: estocada baja (gran ovación); estocada trasera (oreja)

José María Manzanares: metisaca y media en la suerte de recibir y estocada (silencio); estocada (silencio).

Plaza de la Maestranza. 28 de septiembre. Primera corrida de la Feria de San Miguel. Lleno

Y todo a partir de entonces fue un torrente de emociones. El mejor Cid, torero grande, una de las mejores zurdas del toreo, el del las cuatro Puertas del Príncipe y otras tantas perdidas por la espada, ese que quizá nunca pudo imaginar un despedida tan emotiva, se transfiguró y deslumbró a todos con exquisiteces y chispazos de toreo íntimo. No fue una labor grandiosa, porque su oponente, tan noble como soso, no se lo permitió, pero toda ella transcurrió como en las tardes gloriosas e inolvidables. En los últimos instantes, tras un momento de apuro -perdió la muleta y el toro lo persiguió hasta las tablas-, el torero se dirigió a la banda, le dio las gracias y pidió a Sevilla un aplauso para ella. Y la Maestranza, ceremoniosa y entusiasmada, así lo hizo.

La estocada cayó trasera, el toro tardó en morir, El Cid esperó sentado en el estribo el momento final y paseó una oreja, la número 25 de su carrera en esta plaza, entre el cariño de sus paisanos.

Antes, ante su primero, había dado muestras de su mejor toreo. Seis verónicas de salida, templadísimas, asentada la figura, moviendo los brazos con armonía, puro clasicismo… Otra más y una media arrebatadora en el quite. Y comenzó el último tercio con la muleta en la zurda y dibujó una tanda de naturales hondos, hermosos y espléndidamente abrochados con el pecho. Lo que parecía un aperitivo no pasó a mayores porque el toro se apagó pronto.

Finalizado el festejo, los miembros de su cuadrilla lo alzaron en hombros y así dieron una vuelta al ruedo antes de salir por su propio pie por la puerta de cuadrillas entre el clamor sevillano en la despedida de un torero suyo que se dio a conocer en Madrid, allí conoció la gloria, y aquí, en la Maestranza, se consagró para la historia.

La corrida se acabó en la despedida de El Cid. Y tiene su razón de ser.

Victoriano del Río no tiene una ganadería, sino una pastelería; en lugar de toros bravos, nobles y fieros, cría bombones, merengues y petisús. Animales de cuatro patas y 500 kilos, sí, pero caramelos almibarados y empalagosos que se derriten al sol. Animales de desiguales hechuras y benditas intenciones, blandos casi todos, y tan bondadosos que, como un atracón de pasteles, producen empacho y dolor de barriga.

Eso sí, la pastelería cuenta con una selecta clientela y las figuras se pelean para acercarse al mostrador y elegir los mejores manjares. Ocurre, claro, que muchos de ellos se desmoronan y derriten en cuanto les da el aire y no permiten deleite alguno.

Algo así le sucedió a Ponce, que estuvo sin más. Su primero, un toro de triste estampa, ofreció una imagen mortecina y alma de borrego. Al torero se le vio tranquilo, sin atisbo de inquietud, pues el animal que tenía delante no lo exigía, y lo toreó despegado en una labor interminable y construida desde la mediocridad. Deslucido y falto de vida se mostró el cuarto. Y Ponce insistió, en un alarde de valor ante un moribundo, como si estuviera en otra galaxia, ajeno al aburrimiento que su tesón creaba.

José María Manzanares reaparecía tras una lesión en una mano y dio la impresión de que está para una retirada.

No se entendió con su primero, el toro de más movilidad del festejo, y desaprovechó su buena condición. Un elegante cambio de manos que se tornó en un largo natural fue lo más sobresaliente de una actuación impropia de su categoría. Tampoco encontró el camino ante el sexto, blando, soso y bonancible. Y Manzanares, torpe, inseguro y sin ideas…

La corrida de hoy. Toros de Daniel Ruiz, para Morante de la Puebla, El Juli y Ángel Jiménez, que tomará la alternativa.

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Sobre la firma

Antonio Lorca
Es colaborador taurino de EL PAÍS desde 1992. Nació en Sevilla y estudió Ciencias de la Información en Madrid. Ha trabajado en 'El Correo de Andalucía' y en la Confederación de Empresarios de Andalucía (CEA). Ha publicado dos libros sobre los diestros Pepe Luis Vargas y Pepe Luis Vázquez.

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