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'IN MEMORIAM'
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ágnes Heller como maestra

Tenía una alta exigencia de ella misma y no soportaba las quejas gratuitas de los estudiantes

Ágnes Heller, en 2017.
Ágnes Heller, en 2017.ZSOFÍA PÄLYI

El 19 de julio falleció la filósofa Ágnes Heller. En los obituarios se menciona su condición de superviviente del Holocausto; su disidencia frente al totalitarismo comunista y su exilio; y su papel como crítica del autoritarismo de Viktor Orbán y su democracia “iliberal”: el mandatario húngaro quiere hacer del liberalismo una palabra tan manchada como fascismo o comunismo y eso ella no lo podía consentir.

Si de algo había servido el experimento comunista, que denominaba “dictadura sobre las necesidades” y “callejón sin salida de la modernidad”, era para mostrar que la democracia liberal, no hay otra, tiene la virtud sobresaliente de que permite abordar la cuestión social, el gran problema moderno, sin renunciar a la libertad.

Aprender esta lección le llevó mucho tiempo y se lo debe a la terca contumacia de los funcionarios comunistas que siempre calificaron el proyecto democratizador de “actividades contra el Estado” y de “ideología antisocialista”. Como dijo, “nos libraron de nuestros autoengaños”, el socialismo era sencillamente irreformable.

Si Ágnes Heller fue en su juventud defensora del proyecto de un socialismo democrático, la evidencia de su imposibilidad la llevó a revisar la condición moderna. Antes era la antesala dolorosa de la utopía, pero ahora se convertía en condición intrascendible, caracterizada por la contingencia, pero también por la libertad. Siempre podemos elegir y darnos así un destino. Su evolución fue de la antropología marxista y de la sociología de la vida cotidiana a la ética de la personalidad.

Algo que no cuentan los obituarios de estos días es cómo ejercía Ágnes sobre sí misma esta exigencia moral, algo que pude ver como alumno suyo. Ágnes era una discutidora terrible que nunca tiraba la toalla hasta haber analizado cada cuestión hasta el más mínimo detalle. Esta capacidad discutidora la ejercía en todo lugar y ocasión así que había que andarse con cuidado al decir algo, porque se lo tomaba en serio y se examinaba de forma exhaustiva, sin mirar el reloj. Wolgang Harich, un filósofo entregado al socialismo autoritario de la RDA, dijo de Heller y de Kolakowski que ya se veía que abandonarían la buena causa porque discutían mucho, tanto que habían dejado que se enfriase el café que había preparado su madre, lo que le pareció una grave afrenta.

En contra de lo que algunos creen, también fue siempre una apasionada de Hungría, a la que soñaba con regresar cuando estaba en el exilio y a la que regresó tras la caída del muro de Berlín. Se compró una casita y retomó la docencia regular en la Universidad Eötvös Loránd de Budapest, donde había estudiado, que compaginaba con sus clases en Nueva York y con conferencias por todo el mundo. Una vez le dije que no había hecho el servicio militar y me lanzó una tremenda regañina en la que me recordó que había perdido la posibilidad, no solo de servir a mi país, sino de conocer a fondo mi patria porque sólo allí habría podido convivir con españoles de todas las regiones y de todas las clases. Mientras hablaba resultaba transparente que Hungría despertaba en ella una lealtad sobresaliente que ni el exilio ni las persecuciones de Horthy, los nazis, los comunistas y ahora Orbán habían podido debilitar. Siempre soñó con terminar sus días en Hungría y así ha sido.

Como tenía una alta exigencia de ella misma no soportaba las quejas gratuitas de los estudiantes. Había vivido en la miseria durante el nazismo y había vuelto a la miseria cuando se quedó sin trabajo en el socialismo, esto hacía que su fortaleza, su resistencia y su frugalidad fueran extraordinarias. Un día me quejé delante de ella del precio de la vida en Nueva York y de las estrecheces a las que me veía sometido. Me miró fijamente y me dijo: “¿Sabes cuánto cuesta la ropa que llevo puesta?” No me atreví a responder, paralizado imaginando el origen de esas prendas. Sin esperar mi respuesta me dijo: “Diez dólares”. A lo que musité, “¿incluidos los zapatos”, y me dijo: “Sí”. No volví a quejarme de nada.

Ágnes Heller como maestra era regañona pero siempre estaba pendiente de sus alumnos, que formábamos una feliz cofradía. Contestaba siempre inmediatamente los correos y en el último que la escribí, al comunicarle el fallecimiento de Javier Muguerza, en el mes de abril de este año, me dijo que era una pena que se murieran los viejos amigos. Nada hacía presagiar que tan poco tiempo después, nadando sola, otra de sus pasiones, en las aguas del Balatón, en su querida Hungría, nos habría de dejar también ella.

Ángel Rivero es profesor de Teoría Política en la UAM.

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