Estonia pide paso en la clásica
El Festival Musical de Pärnu culmina su novena edición con un Chaikovski inolvidable bajo la dirección de Paavo Järvi
Veranear en Pärnu es una vieja tradición en Estonia. Lo podemos comprobar en la novela Vuelo estático, de Jaan Kross (publicada por Impedimenta), donde el gran representante de las letras estonias, y varias veces candidato al Nobel de Literatura, relata los infortunios de una generación a través de la vida de Ullo Paerand. Jóvenes que padecieron la ocupación de los alemanes y los rusos, desde los años treinta y cuarenta del siglo XX, pero que veraneaban en la tranquila playa de esta hermosa localidad a orillas del Báltico, con arena blanca y aguas cristalinas. Hoy Pärnu sigue siendo el destino vacacional predilecto de los estonios. Dispone de abundantes parques, algunas atracciones turísticas, como su Torre roja medieval, la Iglesia barroca de Santa Isabel o la modernista Villa Ammende (hoy convertida en hotel de lujo) junto a varios spa y balnearios.
Pero también se ha convertido en la sede de un importante festival de música clásica. Es algo que proviene de la etapa soviética. El legendario violinista David Óistraj pasó aquí sus vacaciones veraniegas, entre 1955 y 1970, en una sencilla dacha de color verde ubicada en el núm. 1 de la calle Toominga. Lo atestigua, todavía hoy, una placa de madera. Allí solía reunir a colegas y estudiantes en un ambiente amigable para hacer música juntos. Y de esos encuentros surgió, en 1970, el embrión del actual festival, que se llamó ocasionalmente “Días musicales de Beethoven”, en conmemoración del bicentenario del compositor. Después se rebautizó como Festival David Óistraj, tras la muerte del violinista, en 1974. Y continuó, con algunas interrupciones, hasta la conmemoración de su centenario, en 2008. Pero aquí también pasó algunas vacaciones estivales el compositor Dmitri Shostakóvich al final de su vida. En Pärnu compuso, por ejemplo, sus Seis poemas de Marina Tsvetáyeva , en agosto de 1973. Y existe una fotografía que documenta esa visita. En ella podemos ver al compositor, junto a los dos principales impulsores actuales del festival que, como buenos estonios, también pasaban su descanso estival en Pärnu: el director de orquesta Neeme Järvi y su hijo Paavo, que contaba nueve años.
Los Järvi son, en la actualidad, una de las principales dinastías de músicos clásicos. Aparte del patriarca, Neeme (Tallin, 82 años), un discípulo de Mravinski, con titularidades en varias orquestas importantes, como la Royal Scottish y la Suisse Romande, y una de las mayores fonografías de un artista clásico (cerca de 500 discos), cuenta con tres hijos, todos ellos músicos al más alto nivel. El mayor, Paavo (Tallin, 56 años), es uno de los principales directores de orquesta del momento. Ha seguido la estela fonográfica paterna y está a punto de iniciar una nueva titularidad en la Tonhalle de Zúrich. Su hermana Maarika (Tallin, 54 años) es flautista y fue, en los noventa, la solista de ese instrumento en nuestra Orquesta de RTVE. Y el benjamín, Kristjan (Tallin, 47 años), ha buscado su propio camino como destacado director de orquesta y compositor, pero desde una óptica más rebelde y crossover. “La razón de que la personalidad de mi hermano Paavo y la mía sean tan diferentes, como directores de orquesta, estriba en que él se formó en los setenta en la conservadora Estonia soviética, mientras yo estudié en el efervescente Nueva York de finales de los ochenta”, confiesa Kristjan a EL PAíS.
Una diferencia que, en realidad, fue también la consecuencia de la emigración de toda la familia a Estados Unidos, en 1980. Neeme había tenido graves problemas con las autoridades soviéticas, tras el estreno de Credo, de Arvo Pärt. “Fue un gran escándalo porque en la antigua URSS estaba prohibido escribir música sobre textos religiosos”, recuerda Neeme. “Yo respondía que entonces no entendía la razón por la que sí podíamos tocar la Pasión según san Mateo, y me respondieron que Bach era un compositor de la RDA”. Paavo añade su propio testimonio: “Quedarse era muy peligroso, pues nadie era más grande que el Sóviet Supremo, y mis padres pensaron que debíamos crecer en un país libre”. Tras la independencia de Estonia, los Järvi retomaron lentamente la relación con su país. Neeme reactivó, en 1998, el Festival Óistraj de Pärnu, al que había estado vinculado desde sus inicios. Y puso en marcha, dos años después, una academia veraniega para formar jóvenes directores, junto a una orquesta juvenil, tanto con su hijo Paavo como con directores invitados de la talla de Gennadi Rozhdéstvenski.
Tras el fin del Festival David Óistraj, en 2008, que Neeme culminó simbólicamente con la Sinfonía “Los adioses”, de Haydn, Paavo Järvi puso en marcha su propio proyecto. Y el actual Festival Musical de Pärnu nació, en 2011, con la intención de crear la Orquesta del Festival de Estonia (EFO), un conjunto de excelencia formado por los mejores músicos del pequeño país báltico junto a colegas invitados de otras formaciones internacionales. “Alguien lo comparó enseguida con la Orquesta del Festival de Lucerna, aunque no tenemos semejante potencial económico. Aspiramos a alcanzar un nivel artístico comparable. Pero la clave aquí es la amistad, la complicidad y la familiaridad”, aclara Paavo. Para este director, la orquesta es el resultado de la conjunción de músicos con los que ha desarrollado cierta química especial en los últimos años trabajando en diferentes orquestas. “Siembre hay dos o tres músicos en cada orquesta con los que la comunicación es total. Que me permiten entablar conversaciones con los ojos durante una interpretación y conseguir momentos inolvidables”, asegura.
La comparación de esta orquesta con Lucerna, que reflotó Claudio Abbado en 2000, no sólo es obvia, por diseño y calidad, sino también por evolución. Hace dos años, la EFO lanzó su primera grabación centrada en Shostakóvich, en el sello Alpha. Hay planes para realizar más el año que viene. Pero, además, en 2018, y coincidiendo con la celebración del centenario de Estonia, emprendieron una gira por Berlín, Hamburgo y los Proms londinenses. Y, el pasado abril, realizaron otra por Japón. Su primera actuación, en la presente edición del festival, tuvo lugar el pasado jueves, 18 de julio, y permitió comprobar las señas de identidad del conjunto. El concierto se celebró, al igual que la mayoría de las actividades de esta cita veraniega, en la Sala de Conciertos de Pärnu. Un auditorio inaugurado en 2002, con 900 butacas de aforo y una acústica suficiente para albergar repertorio sinfónico y camerístico.
L’ombra della croce, del compositor estonio Erkki-Sven Tüür, mostró, de entrada, la hondura y calado de la cuerda de la EFO. Tüür, que este año ha sido el compositor residente del festival, como celebración de su 60 cumpleaños, escribió esta obra como un curioso experimento de regreso al estilo de juventud desde la madurez. Ese “otro yo” que un artista nunca debería evitar. A continuación, en el Concierto para violonchelo en si menor, de Dvorak, la calidad de la madera resaltó en la introducción orquestal, con un breve solo del clarinetista Matthew Hunt que flotó en el ambiente. Y los diálogos con el solista, en el desarrollo del primer movimiento, fueron pura música de cámara, como ese pasaje en la bemol menor con el flautista Michel Moragues. Sin duda, el violonchelista noruego Truls Mørk hizo valer su condición de especialista en la obra. Pero se decantó por un enfoque contemplativo y sin conflictos. La segunda parte se abrió con un curioso homenaje sinfónico de Kristjan Järvi a su padre, titulado Korale for 80, en donde narra su vida a partir de la elaboración de una canción popular estonia. Y lo mejor llegó, a continuación, con una versión imponente de la Sinfonía núm. 1, de Carl Nielsen. Paavo Järvi dominó el secreto interpretativo del compositor danés que, lejos de la evocación atmosférica de un Sibelius, incide en trazados rítmicos y juegos tonales muy precisos.
Fue posible comentar esta impresión, después del concierto, con el propio director de orquesta. “Con Nielsen y Sibelius pasa lo mismo que con Stravinski y Prokófiev, que son completamente diferentes”, aseveró Paavo. Otra de las curiosidades de este festival es, precisamente, la estrecha relación entre el público y los artistas. Y los encuentros con ellos resultan naturales, ya sea en una pizzería cercana o en un café situado en el centro de la ciudad. Aquí no hay egos, sino personas verdaderamente apasionadas en hacer y escuchar la mejor música. Esa naturalidad trascendió en el segundo concierto, el viernes 19 de julio, donde escuchamos un sensacional programa de música de cámara seleccionado por Erkki-Sven Tüür. Aparte de obras de Berg y Webern, los solistas de viento de la EFO destacaron en las Seis bagatelas para quinteto de viento, de Ligeti. Hubo una extraña reconstrucción de la versión original para septeto del poema sinfónico En Saga, de Sibelius, donde pudimos escuchar a buena parte de la próxima generación musical de los Järvi, con la propia Maarika a la flauta. Pero lo más destacado fue el Sexteto para cuerda, de Korngold, una composición excepcional, que pudo escucharse esta temporada en la Fundación Juan March. Era la acompañante habitual de Noche transfigurada, de Schönberg, en los conciertos vieneses, antes de que ambas obras fueran prohibidas por los nazis. Y la condición de último romántico que mira hacia la modernidad, a sus 19 años, sobresalió admirablemente en el adagio, con esas intensas y seductoras armonías bitonales que reveló el conjunto liderado por el violinista Florian Donderer.
Los conciertos del sábado, 20 de julio, se iniciaron en el Museo de Arte Moderno de Pärnu con una exposición fotográfica del estonio Kaupo Kikkas. El evento fue aderezado por la música del compositor más famoso de Estonia, Arvo Pärt, pero también del gran compositor letón Pēteris Vasks. La presencia del propio Vasks añadió interés a la velada, ya que se implicó en ilustrar a los jóvenes integrantes de la Orquesta Sinfónica de la Academia Järvi acerca de la interpretación de su Cuarteto núm. 2. Lo mejor fue, no obstante, una admirable versión de otra de sus obras: Paisaje con pájaros, para flauta sola, que elevó (y nunca mejor dicho) la joven Maria Luisk desde una sala adyacente. La muestra de talento de los jóvenes músicos de este concierto se confirmó, horas más tarde, en la Gala Final de la Academia Järvi. Un amplio muestrario de jóvenes batutas, pues se dispuso un director diferente para cada movimiento de una misma obra. Vimos el impulso fascinante de las jóvenes directoras con personalidad propia, caso de Maria Seletskaja, una ex-bailarina que contagió con su elegancia a los jóvenes de la Academia en Bucolic, de la compositora estonia Ester Mägi. Escuchamos una brillante interpretación de la Sinfonía núm. 3 “Litúrgica”, de Honegger, donde destacó especialmente el ruso Yaroslav Zaboyarkin en el tercer movimiento. Y vimos al heredero en formas y, quizá también en talento, de su progenitor, en Taavi Oramo, hijo de Sakari Oramo, que se batió con el Andante de la Sinfonía núm. 38, de Mozart, frente a una orquesta con demasiados efectivos.
Pero el verdadero evento del festival fue el concierto de clausura, el domingo, 21 de julio. Un programa muy personal de Paavo Järvi al frente de la EFO que se inició con otra composición de Tüür de título muy directo: Quien siembra vientos… . Una intensa partitura orquestal, de 2015, que pone encima de la mesa el cambio climático, la inmigración y el rebrote del totalitarismo. La cincela con su “método vectorial” y culmina en un final demoledor. “No soy muy optimista sobre el futuro”, reconocía Tüür a este periódico acerca de la obra. “Esta composición es un llanto personal. Una advertencia sobre lo que está pasando”. Para completar la primera parte actuó el poderoso bajo estonio, Ain Anger, que cantará Hunding la próxima temporada en el Teatro Real. Exhibió su esmalte dramático en los Cantos y danzas de la muerte, de Músorgski, con realización orquestal de Kalevi Aho. No obstante, el público disfrutó más con el aria de Gremin, de Eugene Onegin. Pero Chaikovski encontró su líquido elemento en la segunda parte. Järvi volvió a apoyarse en otra sinfonía excepcional y poco frecuentada, como la Segunda, subtitulada “Pequeña Rusia”, por su relación con Ucrania. Y no sólo dirigió una versión inolvidable de la obra, sino que encontró la fórmula ideal para moldear en sonido ese ambiente especial vivido estos días en el festival. Esa alegría de hacer música juntos al máximo nivel, como trasunto del legendario lema de Claudio Abbado en Lucerna. La fiesta continuó con varias propinas y Paavo terminó improvisando un discurso donde dejó bien clara una cosa: Estonia pide paso en la música clásica.
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