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Melancolía: sobreponerse es todo

Enzo Traverso analiza el auge y derrumbe de las utopías de izquierda durante el siglo XX. Con una mirada que huye de la nostalgia, se centra no en lo que fracasó sino en los ideales que siguen vigentes

Manuel Cruz
Celebraciones por la caída del muro de Berlín en una carretera de Baviera (Alemania) en 1989.
Celebraciones por la caída del muro de Berlín en una carretera de Baviera (Alemania) en 1989.Sven Creutzmann (Mambo Photo / Getty Images)

Si acordamos entender la melancolía, según suele ser aceptado, como la añoranza de aquello que pudo haber sido y no fue, alguien podría pensar que ya desde el mismo título se le está anunciando al lector del presente libro el contenido con el que se va a encontrar cuando se adentre en sus páginas.

Pero solo en parte es así. En efecto, este Melancolía de izquierda viene tutelado por la constatación de un fracaso, el que ha dejado indeleblemente marcado al siglo XX, siglo definido, de aceptar la contabilidad de Hobsbawm, por el auge y la caída del más poderoso proyecto emancipador que ha conocido la historia de la humanidad. Obviamente, el desenlace del mismo extiende su sombra con efectos retroactivos sobre el entero proyecto. Nada tiene ello de extraño. El adónde hemos ido a parar no es algo susceptible de ser obviado ni, menos aún, negado (máxime cuando se hace con argumentos tan peregrinos como el de que no hubo tal fracaso porque en realidad el proyecto en cuestión no se llegó a materializar en parte alguna, traicionado por todos los que hablaban en su nombre).

Ahora bien, no es de recibo limitarse a constatar el desenlace, sin extraer de él las lecciones pertinentes o, si se prefiere, sin tomarse el trabajo de interpretarlo. Es cierto que no son pocos los que, sea por ventajismo intelectual o por simple pereza, obvian la ineludible reflexión crítica no solo sobre la deriva de dicho proyecto emancipador en general, sino también sobre las causas profundas de su fracaso, sustituyendo ambas tareas por la mera certificación, más o menos dolorida, de lo que terminó por ocurrir.

Afortunadamente para los lectores, Enzo Traverso —uno de los pensadores actuales que con mayor lucidez y solvencia han analizado la historia reciente de Europa— no se incluye en este grupo. Por lo pronto, deja claro desde el principio que su libro habla de la melancolía, pero no es en modo alguno un libro nostálgico. No se trata de añorar el pasado, práctica en la que algunos se demoran no tanto porque aquellos tiempos fueran efectivamente dignos de ser añorados como porque ellos entonces eran más jóvenes y les complace pensar que lo tenían todo por hacer y que ni de equivocarse habían tenido tiempo. Se trata más bien de añorar aquel otro pasado que no se produjo, la oportunidad que se dejó pasar, la posibilidad que no se materializó o tal vez, sencillamente, el sueño que sus protagonistas no se atrevieron a encarar.

Se equivocaría de manera severa quien pensara que la diferencia entre ambas miradas es únicamente de matiz. En realidad, la diferencia es radical y afecta a la importancia y ubicación que en cada una de ellas se le concede al pasado y, en consecuencia, a la memoria. Porque mientras que para los nostálgicos el pasado es un lugar en el que quedarse a vivir, para los melancólicos constituye el lugar del que escapar, la palanca para proyectarse, experiencia mediante, hacia el futuro. Este planteamiento permite también ahuyentar el temor de quienes, como Wendy Brown, consideran que la melancolía de izquierdas puede terminar representando una tendencia conservadora que impida a los sujetos encontrar un nuevo “espíritu crítico y visionario”.

Conviene destacar que la izquierda de cuya melancolía se ocupa este libro queda definida en términos ontológicos y abarca los movimientos que lucharon por cambiar el mundo con el principio de igualdad en el centro de su programa, aunque el marxismo, claro está, ocupe en sus páginas un lugar destacado en la medida en la que fue la expresión dominante de la mayoría de los movimientos revolucionarios del siglo XX. En todo caso, es el conjunto de esa izquierda el que se vio derrotado en 1989, cuando el muro de Berlín se vino abajo y, con él, la promesa de una sociedad sin clases (aunque una parte de esa misma izquierda, incapaz de percibir el alcance de lo que se estaba produciendo, no fuera consciente en un primer momento de que el derrumbe también le afectaba a ella).

Y podemos afirmarlo tan rotundamente porque el efecto fundamental provocado por dicha derrota ya señalaba el signo que iban a adoptar a partir de entonces los acontecimientos. Dicho efecto bien podría ser formulado así: el capitalismo se había quedado solo. Lo que implicaba a su vez que había quedado convertido definitivamente en un modo de producción de vida. Y aunque es cierto que la tendencia a la mercantilización de todos los aspectos de la realidad ya había sido advertida en su momento por, entre otros, Karl R. Polanyi, dicha tendencia se convirtió en prácticamente imparable y hegemónica a partir del momento en que su alternativa, el socialismo real, fue derrotada.

El capitalismo ha colonizado el presente y se impone buscar claves en un pasado que estábamos a punto de olvidar

Qué lejos quedan, a pesar de no estar tan distantes (son solo de principios de los ochenta del pasado siglo, tampoco es tanto), aquellas palabras de Habermas, de difusas resonancias husserlianas, en las que todavía parecía subyacer el convencimiento optimista de que, a pesar de que el capitalismo iba ganando la batalla, aún quedaban territorios a salvo, ámbitos de experiencia en los que refugiarse. Me refiero a su afirmación según la cual las utopías habían emigrado “del mundo del trabajo al mundo de la vida”.

Definitivamente, ya no estamos ahí, ya nada queda fuera de la lógica y del radio de acción de nuestro modo de producción, incluidas las supuestas dimensiones más íntimas del ser humano. Pero precisamente porque el capitalismo ha desertizado el presente (o lo ha colonizado por completo, si prefieren seguir formulándolo a la manera de Husserl) y han desaparecido las utopías de nuestro horizonte, se impone buscar en un pasado que estábamos a punto de olvidar las claves que nos permitan enfrentarnos en condiciones a esta situación. O, lo que viene a ser casi lo mismo, que nos proporcionen el impulso que necesitamos para empezar a salir de ella.

La propuesta de Traverso hunde sus raíces en la mejor herencia francfortiana (Benjamin y Adorno fundamentalmente) y es clara a este respecto: la melancolía no se opone a la memoria, sino solo a la mala memoria; esto es, a aquella que, por poner un ejemplo esclarecedor, bajo el pretexto de rememorar incesantemente a las víctimas, olvida de forma sistemática los ideales por los que ellas se sacrificaron. Bien está que recordemos el dolor y el sufrimiento que padecieron, pero tal vez esté aún mejor que recordemos sus esperanzas, sus luchas, sus victorias y sus derrotas. Ahora que lo pienso, tal vez sea la más hermosa manera de honrarlas.

Melancolía de izquierda. Después de las utopías. Enzo Traverso. Traducción de Horacio Pons. Galaxia Gutenberg, 2019. 415 páginas. 23,50 euros.

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