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Crítica | Un amor imposible
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El lobo en el corazón

El modo en que Virginie Efira sostiene la erosión del tiempo sobre la pantalla se convierte en el gran yacimiento de genio bajo el trenzado de decisiones narrativas desafortunadas

Virginie Efira y Niels Schneider, en 'Un amor imposible'.
Virginie Efira y Niels Schneider, en 'Un amor imposible'.

“Algún día te preguntarás cómo has podido querer a alguien como yo”, le espeta Philippe (Niels Schneider) a Rachel (Virginie Efira), cuando ya está perfectamente claro que tras ese deslumbramiento que una empleada de oficina en el Châteauroux de los años 50 sintió por un joven traductor no había algo ni siquiera remotamente parecido a un amor ideal. En su décimo largometraje, Catherine Corsini adapta la novela homónima de Christine Angot y, para quien esté familiarizado con la lacerante y controvertida autoficción de la autora, resultará fácil poner nombre al monstruo que palpita bajo esas duras palabras: el incesto.

UN AMOR IMPOSIBLE

Dirección: Catherine Corsini.

Intérpretes: Virginie Efira, Niels Schneider, Jehnny Beth, Catherine Morlot.

Género: drama. Francia, 2018.

Duración: 135 minutos.

En Un amor imposible, la escritora lanzó sus lazos de empatía y comprensión hacia una figura materna incapaz de lidiar con (y reaccionar ante) lo que ocurría durante esos fines de semana en los que esa hija a la que había criado sola, contra viento y marea, iba a visitar a ese padre ausente que, en su día, se negó a reconocer su paternidad como antes se había negado, por puro prejuicio de clase, a oficializar su relación con Rachel. Con la complicidad de su coguionista Laurette Polmanss, Corsini transforma la novela autobiográfica de Angot en una película que parte de una evocación nostálgica en clave clásica para ir fracturando su continuidad a medida que la historia se sumerge en aguas oscuras: se abren elipsis que juegan en favor de una ética de la representación, pero también se condensan situaciones –el diálogo final entre madre e hija- que acaban esquematizando demasiado algunas ideas de peso en el discurso de la escritora. Por ejemplo, no le sienta nada bien a la argumentación sobre la sistémica opresión patriarcal que se sirva como la apresurada resolución de un caso al final de una novela enigma.

Surge también algún que otro problema de punto de vista, pero el modo en que Virginie Efira sostiene la erosión del tiempo sobre la pantalla se convierte en el gran yacimiento de genio bajo el trenzado de decisiones narrativas afortunadas –cartas leídas a cámara, algunas elipsis- y desafortunadas. En Efira parece habitar una Bardot primaveral y una Romy Schneider crepuscular.

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