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Las llamas de Notre Dame

Nos conmueve lo irremediable del fuego y desde las pantallas presenciamos su inexorabilidad en directo

Estrella de Diego
Incendio en la catedral de Notre Dame, en París, el pasado 15 de abril.
Incendio en la catedral de Notre Dame, en París, el pasado 15 de abril.BERTRAND GUAY (AFP)
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Lo tremendo del fuego es que lo traga todo sin remilgos. No distingue ni jerarquiza; no respeta la historia y arrasa el mundo sin hacer distinciones. Y lo que no devasta el fuego lo saquea el agua: cenizas mojadas se van pegando en la narrativa y cambian sin remedio el eje de los acontecimientos. Ya nada volverá a ser como antes del incendio y miramos aterrados el espectáculo infernal que dibujan las llamas. No podemos apartar la vista, oscura ceremonia iniciática de purificación que, cuenta la leyenda, Nerón observaba embelesado frente a la Roma ardiendo. Nos conmueve lo irremediable del fuego y ahora desde las pantallas televisivas presenciamos su inexorabilidad en directo, paralizados frente su carácter insaciable.

Habría que escribir la crónica de los incendios difundidos en directo, los que asombran a los ojos modernos, inesperados retablos de El Bosco que se abrían de pronto para mostrar a la corte las maravillas que causaban curiosidad y terror. Habría que rememorar el instante pavoroso que captaba la aguja de Viollet-le-Duc en Notre Dame —más gótica que el gótico mismo—, cayendo, papel de seda arrugado y ceremonioso. Se tambaleaba ligera cuando las llamas la ahuecaban. ¿Dónde había empezado el fuego? ¿Dónde iba a terminar el fuego sinuoso?

En ese instante legendario, cuando ardía sin tino la catedral parisiense, la catedral por antonomasia, para muchos Occidente mismo —nosotros—, más de uno contuvo la respiración. La pantalla del ordenador o de la televisión subrayaba al fuego más majestuoso si cabe, más voraz. Entre el fuego, cada cosa, desde la aguja de Viollet-le-Duc a las Torres Gemelas de Yamasaki, se hace muy leve. Al poco rato, con los rescoldos poniendo en evidencia la incertidumbre del futuro, los donativos millonarios y privados llovían como aguaceros bienvenidos contra las llamas. Un millón, dos, plazos de puesta en marcha, ideas para concursos de reconstrucción, 100 millones, 700 millones de donativos, revisiones de otras catedrales por si acaso. Occidente cerraba filas.

No hacía tanto —apenas meses— se quemaba el museo Nacional en Río. A las cinco de la madrugada hora local, los saberes universales que conservaba —historias nuestras también— se habían consumido en un 90% y los que lo presenciaban en directo se llevaban las manos a la cabeza con gesto de impotencia y de asombro. En este caso no hubo donaciones millonarias internacionales, pues es verdad que el fuego, en su implacabilidad, lo iguala todo, pero también es cierto que hay incendios de clase turista e incendios business; incendios que despiertan las conciencias y otros que solo arrancan las lágrimas. El único consuelo, desgarrador por otra parte, es que ni todo el dinero del mundo hubiera podido reconstruir aquel tesoro, pero los donativos millonarios hubieran debido evitar con medidas de conservación esa y otras catástrofes que, aunque menos mediáticas que Notre Dame, deben ser un duelo intenso para Occidente.

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