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Bienal de la Danza en Venecia
Crónica
Texto informativo con interpretación

El debate corporal prolonga una época de interrogaciones

Continúa la lucha entre el cuerpo “performativo” y las esencia dispersas de la “anti-danza”

Simona Bertozzi, durante su espectáculo 'ILINX'.
Simona Bertozzi, durante su espectáculo 'ILINX'. Andrea Avezzù

El 13 Festival Internacional de la Danza de la Bienal de Venecia ha comenzado esta semana con la entrega de los leones de oro y plata al italiano Alessandro Sciarroni (San Benedetto del Tronto, 1976) y a Théo Mercier (París, 1984) y Steven Michel (París, 1986), premios designados por la directora artística del sector danza en la Bienal, la canadiense Marie Chouinard, llenos de polémica y de una larga y sostenida discusión tanto dentro de la profesión de la danza como sumando al numeroso e influyente aparato de los críticos locales de la especialidad.

Alessandro Sciarrone elude olímpicamente ser llamado “coreógrafo”, se designa a sí mismo como “inventor”, usando el término “invenzione”; tampoco llama nunca a los bailarines como tales, sino “performers”. Este juego nominal, que aún hoy tiene un fuerte componente provocativo, aparece frecuentemente entre los argumentos de los polemistas y es evidente que estaremos hablando de Sciarroni no sabemos cuanto tiempo, pero sí por ahora. Sus fórmulas atraen el comentario y tiene un profundo efecto revulsivo; hay que reconocerle esta parte neodadaísta de cómo gestiona sus creaciones.

La primera noche de espectáculos fue absolutamente suya con dos obras: Your girl y Augusto, ambas de fuerte impacto; una de 20 minutos y la segunda de una hora de duración. La primera protagonizada Chiara Bersani, que luce gallardamente sus minusvalías en un prolongado y frontal desnudo, y Matteo Ramponi, que parece ser la musa constante del inventor Sciarroni, y que aparece en todas sus obras de los últimos tiempos. La otra pieza versa sobre la risa. No se sabe si todo ese cachondeo circular, donde nueve artistas basculan en una carrera sin mucho rumbo ni horizonte, y “se parten la caja” hasta el espasmo contagioso, va con ellos mismos, con un argumento secreto o con el público. Hay un enorme, casi insalvable contraste entre las dos piezas y en ambas se celebra algo gremial, no explícito.

De todo lo visto hasta ahora en los teatros de Arsenale lo más maduro, bien hecho y resuelto es el solo de Simona Bertozzi (Lugo di Romagna, 1969), una artista que se despliega en solitario y en una espléndida madurez física y emocional. El solo Ilinx, Don’t stop the dance, con la música en directo de la guitarra rock de Egle Sommacal es fuerte, conciso (dura 45 minutos), expresa con meridiana claridad la posición de la artista y establece una línea comunicativa directa y tensa. Todo en Bertozzi es control de la fuerza, dominio del músculo poético, ejercicio del control desde una lucha fratricida con el pavimento, litigando con el tapete de danza, a despegarse hacia una vertical que, transcurrido el primer cuarto de hora, suena a imposible. Es una honesta outsider que se abraza a un micrófono como vínculo umbilical. La bailarina duda, busca y se somete al soliloquio en una exfoliación gestual que a la vez resulta delicado y duro. Su condición física es ejemplar.

Divertidísimo, ligero, humorístico

También se ha visto un famoso dúo argentino: Un poyo rojo, dirigido por Hermes Gaido y coreografiado y bailado por Nicolás Poggi y Luciano Rosso. Es un divertimento, ligero, humorístico, de militancia gay pero donde no es fácil encontrar otros resortes intelectuales que la calistenia, cierta ironía que busca la complicidad de público y el aire festivo aireando la intimidad del vestuario de un gimnasio. Paradójicamente, lo que más risa da al público es cuando Poggi y Rosso hacen mofa y chiste del ballet clásico.

Un trabajo interesante, pero ciertamente monótono es el de la canadienese Katia-Marie Germain con Habiter, juego de inspiración tenebrista, caravaggesco, que tiene un inicio precioso y potente que luego se mecaniza. Al principio es una exposición que recrea algún cuadro o varios cuadros; puede pensarse en La cena de Emaús, de Caravaggio: mesa, mantel blanco, iluminación lateral, ropas marrones oscuras, frutos, algún cuenco de barro... allí pasa todo. Es una resurrección del tableau vivant que tanto explotó la vanguardia fundacional y que desplegó un notable campo de influencias sobre el ballet moderno. Las dos bailarinas debaten su tensión en esta escena, entre oscuros repentinos y poses que van agravando la lectura, llevándola a un clímax no visible, sino sugerido entre las propias sombras. El terminado de la pieza es esmerado y limpio, de una asepsia que quizás es parte del opresivo argumento. Ahora todo el público de la Bienal de la Danza espera los dos platos fuertes: el estreno de William Forsythe en el Teatro Malibran y el de Sasha Waltz en el Teatro alle Tese.

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