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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Columna
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El barco del teatro

Jean Louis Barrault soñó con convertir una nave en un teatro internacional

Marcos Ordóñez
Jean Louis Barrault, en la película 'Les enfants du paradise'.
Jean Louis Barrault, en la película 'Les enfants du paradise'.

En las memorias de Jean Louis Barrault leo un pasaje que vuelve a emocionarme: “Recorrer el mundo gracias a nuestro trabajo: ese era nuestro sueño entonces”. Todos los años, en primavera, la tropa del Marigny, capitaneada por Barrault y Renaud, llegaba a Marsella y emprendían la aventura. “Para nosotros”, escribe, “la gira de una compañía de repertorio era a la vez un circo y un ejército de campaña”. Pero en 1950 hubo una diferencia. El Florida, un viejo barco que hacía su último viaje, les llevó por primera vez a América del Sur. Louis Joxe, encargado de relaciones culturales del general De Gaulle, les había propuesto una gira de tres meses con un objetivo: reanudar los vínculos separados por la guerra.

Treinta personas, entre actores y técnicos. Nueve espectáculos, pero llevaban el material de once obras. Peso: 24 toneladas. Recorrían Río, Sao Paulo, Montevideo, Buenos Aires. Y no solo los grandes teatros. Visitaban capitales y pueblos. Actuaban también en universidades, escuelas, hospitales. Una vez, en Sao Paulo, les llevaron a un teatro abandonado, vacío como un granero. Ocho horas después tenían el espacio a punto de estreno. “¡Adoraba nuestra organización”, dice Barrault.

Por la misma época, las largas estancias en Sudamérica también eran tradición en nuestro país. La compañía del María Guerrero a cargo de José Luis Alonso. Mario Gas nació en Montevideo, durante una gira. Y a finales de los sesenta, la Yerma mundial de Nuria Espert, dirigida por Víctor García. Pero ignoro si a alguien se le ocurrió también la loca y maravillosa idea de Barrault. Una noche, de vuelta a Marsella, mide la cubierta del Florida y sueña en convertirlo en un teatro itinerante. Incluso quiere ver en los mamparos estancos el equivalente al telón de hierro que separa el escenario de la sala. Entusiasmado, anota: “¡Con un barco de veinte a veintidós metros de ancho, se puede disponer de una sala de ochocientas a mil plazas! Además, podrían abrirse salas de proyecciones, de exposiciones, de conciertos… ¡Todas las actividades teatrales, artesanales, intelectuales y artísticas francesas estarían reunidas en una fiesta del espíritu y la imaginación! ¡No costaría más caro que un teatro nacional! ¡Convertir un barco en la embajada cultural de nuestro país! ¿Y por qué no crear un verdadero teatro internacional, de todas las lenguas?”.

Barrault imagina una red de ciudades donde actuar: la inmensa mayoría de las capitales del mundo, dice, son puertos. ¡Y para las ciudades “interiores” llevarían en el barco camionetas y lonas! Sueña con verse recorriendo el mundo “¡y llegar a la calle 42 de Nueva York por el río Hudson izando pabellón francés!”.

Hicieron tres viajes más a América del Sur en los años 50. Y en 1952, a Canadá y América del Norte. En 1956, a América Central. Y en 1960, la vuelta al mundo. Pero no llegó a cumplir su sueño. Cierro los ojos y veo al pequeño y enorme Barrault, aquella noche, en lo alto del puente. Y el buque magnífico surcando el agua. Suena, imponente, la obertura de E la nave va.

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