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La historia del arquitecto que triunfa como agente inmobiliario

Jacobo Armero relata en unas memorias noveladas su reconversión debido a la crisis

Anatxu Zabalbeascoa
Jacobo Armero, ante la sede de la agencia en la que trabaja.
Jacobo Armero, ante la sede de la agencia en la que trabaja.Bernardo Perez

“Si le preguntas a un niño qué quiere ser de mayor, te dirá bombero o astronauta, pero rara vez agente inmobiliario. Con pocas excepciones, esta es una profesión de segunda oportunidad, de reciclados, de gente con experiencia y con un pasado”. El arquitecto Jacobo Armero (Madrid, 1969) describe así su nuevo oficio, un cambio que recorre en sus memorias noveladas Historias de un agente inmobiliario (Lumen).

Armero es uno más de los cientos de arquitectos que llegaron a su profesión convencidos de que la suya sería “una figura muy considerada”. “Ahora tiene el estigma de que solo le preocupa lo estético, pero un buen arquitecto aconseja a sus clientes y defiende sus intereses ante el constructor”, aclara. Reconoce, sin embargo, que la formación que recibió estaba “aislada de la sociedad” en la que debería operar después. Y admite que la palabra mágica era “bonito”: “Tenías que ir salvando una extenuante carrera de obstáculos para hacer un proyecto bonito. Claro, al salir, te dabas de bruces con un funcionario del Ayuntamiento que te pedía papeles y hablaba de normativas”.

Los pisos son los contenedores de la vida de la gente. Y almacenan todos sus recuerdos. Los vendedores en realidad se están deshaciendo de eso

El autor deja claro que es difícil convertirse en profesional inmobiliario. Y el libro relata con mucho humor ese aprendizaje, su propia transformación personal y una historia de amor, no acrítico, que siente por su ciudad. “El feísmo forma parte esencial del irresistible encanto de Madrid. Basta echar un rápido vistazo a su mobiliario urbano, o fijarse en las tipografías de los nombres de las calles. Reina un completo desorden visual”. Hoy algunos, muy pocos, de los que estudiaron con él tienen su propio estudio; otros trabajan en grandes despachos y bastantes se marcharon al extranjero. Corría la primera década del siglo XXI. En plena crisis, el sector de la construcción desapareció en España y las industrias culturales se desmantelaron. Lo hizo incluso la revista Poesía que dirigía su padre, Gonzalo Armero. Entonces, y gracias a la bolsa de trabajo del Colegio de Arquitectos, decidió probar como agente inmobiliario. En seguida se dio cuenta de que, aunque parezcan ámbitos cercanos, la arquitectura y la venta de pisos no tenían nada que ver, “más allá de poder decirle a un comprador si lo que tiene delante es un muro de carga”.

Consejos para un anuncio sorprendente

Por si quedaba alguna duda respecto a su posible regreso algún día a la arquitectura, Jacobo Armero argumenta: “Se gana el doble vendiendo un piso que reformándolo”. Esa es la paradoja: la burbuja que causa la crisis y le aparta de la arquitectura es la que le ofrece un profesión. Como premiado agente inmobiliario, ya es capaz de dar consejos: “Es más efectivo que el piso sea mejor que el anuncio, y no al revés: la decepción no ayuda nada, la sorpresa agradable, mucho”.

Armero se lo pensó mucho. También dudó cuando se dio cuenta de que podía llegar a ser bueno y su vida iba a dejar atrás la arquitectura. “A veces me encontraba con gente que se llevaba las manos a la cabeza al verme dilapidar mi formación. Pero los prejuicios con los que tuve que luchar eran fundamentalmente los míos”. Dudó hasta que concluyó que lo fundamental era encontrar un nuevo oficio con el que poder salir adelante. “Se aprende que lo más útil, lo que te fortalece, es tener capacidad para adaptarte. Las vigas se parten cuándo son rígidas, soportan las cargas gracias a su flexibilidad”, compara.

Lo primero que aprendió como agente fue que “los pisos son los contenedores de la vida de la gente. Y almacenan todos sus recuerdos. Los vendedores en realidad se están deshaciendo fundamentalmente de eso. Por el contrario, los compradores tienen un proyecto de futuro”. Ahí estaba la primera lección: ganarse la vida era su proyecto de futuro. Armero advirtió pronto que la compra y venta de inmuebles “no es un negocio de casas, como todo el mundo piensa, sino de personas”. Y admiró el conocimiento que sus colegas adquirían callejeando. A su compañera de agencia, una chica que estudió Filología árabe, la conocía todo el barrio: “Se apostaba en la puerta de la oficina, pitillito en mano, y Carmencita cómo estás y qué frío y qué calor y qué lo que haga falta”.

La calidad arquitectónica se interpreta antes como una limitación que como una virtud

Pensó, ingenuamente, en especializarse en casas de buenos arquitectos como estrategia comercial: “Pero la calidad arquitectónica se interpreta antes como una limitación que como una virtud”. Había descubierto la escuela de la calle: “No se trataba de que me gustara a mí lo que vendía, sino de encontrar la horma de cada zapato”. Es así como el protagonista de estas memorias noveladas va dejando atrás a un cierto tipo, arquetípico, de arquitecto. “Mi siguiente coche fue un Volvo de esos enormes, de los que me gustaban en mi anterior profesión”, para transformar su imagen de sagaz vendedor de pisos. “A pesar de la prohibición que pesaba sobre mi familia, una de las cosas que más me han acabado gustando de trabajar aquí es que se habla de pasta sin ningún pudor. Tiene la enorme ventaja de que no hay que hacerle la pelota a nadie. O facturas o te vas al cuerno”.

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