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Viejas querellas

El buen humor y el exquisito cinismo han redimido a algunos gobernantes, que se han alejado del revanchismo en sus libros

Jordi Gracia
Leopoldo Calvo-Sotelo, Adolfo Suárz y Felipe González, en el entierro de Miguel Ángel Blanco en Ermua en 1997.
Leopoldo Calvo-Sotelo, Adolfo Suárz y Felipe González, en el entierro de Miguel Ángel Blanco en Ermua en 1997.SANTOS CIRILO

El poder político y la literatura suelen darse de bofetadas sin contemplaciones, pero el gobernante y la literatura han tenido tratos todavía menos amistosos: el oficio de la literatura como laboratorio de una verdad singular parece enemistado con la capacidad del poder para exprimir una verdad que no sea utilitaria, revanchista o reivindicativa. Por fortuna, hace ya muchos años que dejó de ser ultraminoritario el memorialismo firmado por exgobernantes dispuestos a contar el iceberg sumergido de la vida política, su malla viscosa y secreta de tratos, trastos y traiciones. El buen humor y el exquisito cinismo han redimido a algunos de los gobernantes, y Leopoldo Calvo-Sotelo supo fabricar en Memoria viva de la Transición (1990) un artefacto entretenido y valioso más allá del afán informativo del lector, como las Memòries de l’exili (1978) del conseller de la Generalitat republicana Carles Pi Sunyer pueden leerse apasionadamente sin pensar ni en la Generalitat, ni en la República, ni en la guerra.

Ejemplos equiparables al de Manuel Azaña no hay ni creo que vayan a aparecer. Es el modelo más obvio y el más alto de calidad literaria en el memorialismo político en España. La clave de su diferencia es, sin embargo, que Azaña no esperó a escribir sus observaciones a abandonar o dejar el poder, como es norma de la mayoría de las obras escritas por políticos. A menudo dan la impresión precisamente de ser las sobras de un ejercicio profesional o un remanente aprovechable para una segunda vida. No fue el caso de Azaña porque sus extraordinarios diarios son diarios escritos en vivo y porque tampoco su figura responde a patrón común alguno, sino exactamente lo contrario: en su caso estuvo primero la práctica y el hábito de la escritura reflexiva y después el ejercicio del poder sin perder el instinto homicida de la nota burlona, del retrato sangriento, de la observación desconfiada, de la sabiduría lentamente adquirida en muchos años de densa y vasta formación cultural.

Por eso solo Jorge Semprún podría emparentarse de algún modo con la obra de Manuel Azaña, sin tener nada que ver entre sí excepto la vocación intelectual y la programación genética para volcar la experiencia vivida en renglones escritos, fechados o sin fechar. Federico Sánchez se despide de ustedes (1993) lleva desde el mismo título tantas condiciones previas que no son ni pueden ser las memorias de un político en la reserva, sino el volcado intensivo de la experiencia de gobierno de un escritor ya consolidado como novelista. Su Autobiografía de Federico Sánchez (1978) era un subtexto activo para esa otra novela de memorialista, y sus virtudes desenmascaradoras y vengativas están directamente conectadas con el castigo y la revancha que guiaron enfermizamente la redacción en 1978 de su ajuste de cuentas contra el PCE (el ajuste de cuentas de 1993 se dirigió hacia otros miembros del Gobierno y, en particular, el cultismo enfático de Alfonso Guerra). Habría de ser Dionisio Ridruejo quien probase que incluso sin llegar a mandar, o habiéndolo hecho en su remota juventud, el escritor vuelve a vencer sobre el político cuando el resultado tiene la altura literaria y moral de sus Casi unas memorias (1976).

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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