La ingenuidad de Rafael
Sánchez Ferlosio era una deidad familiar, el protector de nuestros lares literarios, a la vez sumamente próximo y admirado sin cesar
Para la gente de mi círculo, más o menos de mi edad, decir “Rafael” casi nunca era referirnos al de Urbino, sino invocar a Ferlosio. Una deidad familiar, el protector de nuestros lares literarios, a la vez sumamente próximo y admirado sin cesar, carente de cualquier prosopopeya (yo creo que ni sabía lo que significaba la palabra, él que las conocía todas), pero muy consciente de sí mismo, de los riesgos morales que implica escribir... En la vida cotidiana, Rafael resultaba siempre anecdótico porque improvisaba sus gestos y sus rutinas según le apetecía o se le ocurría, pero sin imitar nunca a nadie. Para bien o para mal todo en su conducta era de fabricación propia, caso único: nadie menos proclive a la producción en serie que él. Por eso podía trabajar o estudiar con el mayor empeño en asuntos que a los demás se nos antojaban peregrinos, pero en cambio le costaba plegarse a la disciplina de lo convencional. Cuando su cuñado Javier Pradera le convencía para que escribiera un artículo en EL PAÍS, lo hacía de 40 páginas. Y si Javier le decía que esa extensión era imposible, Rafael protestaba dolorido: “¡Yo sé hacer punto, pero no jerséis!”. Lo instrumental era para él un reino tan desconocido, tan inimaginable y un poco abominable, como para mí la Santa Sede.
De entrada, instintivamente, detestaba lo útil como empeño activo (en votos y en lo que fuese que tuviera que hacer). Por eso yo siempre me pasmaba ante su ingenuidad genuina. Entiendo la palabra no como simple candidez o falta de malicia, sino en su sentido etimológico: ingenuo es quien ha nacido libre y nunca ha padecido ni tolera atisbo de esclavitud. Todos perdemos con los años la ingenuidad aceptando esclavitudes supuestamente necesarias y más o menos benignas, laborales, políticas, de relaciones públicas. Rafael se mantuvo tozudamente ingenuo, yo diría que hasta peligrosamente ingenuo. La sociedad puede que resultara imposible si todo el mundo fuese como él, pero ya he dicho que no le interesaba la producción en serie. Y además, hace falta que de vez en cuando haya alguien fuera para darnos ejemplo de que la razón instrumental, como decían los frankfurtianos, no es la única posible, ni mucho menos la única deseable. Y si ese alguien es además un escritor enorme, a la altura de nuestros clásicos, mejor que mejor.
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