Elogio del carácter
Tenía fama de ser un escritor raro porque sus frases subordinadas, como las arias de Mozart, amenazaban con no terminar nunca
Rafael Sánchez Ferlosio tenía fama de ser un escritor raro. Porque sus frases subordinadas, como las arias de Mozart, amenazaban con no terminar nunca. Pero, como las arias de Mozart, jamás se hacían pesadas: cuando parecían acercarse a la conclusión, asomaba en ellas una inocencia —la huella del poeta secreto que siempre fue— que las hacía resurgir y tomar evoluciones inesperadas. Y, como las arias de Mozart, lo más prodigioso de ellas era que, aunque se alargaban mucho más allá de la medida respiratoria de un ser finito, conseguían terminar y sostener en su arquitectura aparentemente barroca la sencillez de un sentido completo, matizado pero nunca exhaustivo, siempre abierto a nuevas preguntas. Concentraba en su prosa un conocimiento envidiable de los clásicos, una familiaridad casi natural con las lenguas y un dominio del castellano con el que ningún plumífero vivo puede competir. Si alguna vez hizo algún guiño a la literatura, desde que se sumergió en sus estudios de gramática ya no se pudo detectar en sus páginas ni una sola concesión.
Su escritura se sometió insobornablemente al tema del que se ocupaba en cada caso, y nunca le preocupó que, en la persecución de ese tema y en todas las pesquisas necesarias para llevarla a cabo, tuviera que rondar por barrios de mala fama o por castillos relucientes. Escrutaba el espíritu de su tiempo en los tratados de economía y en los estribillos que resonaban en los patios o en los titulares de prensa y del telediario, en los libros de historia sesudamente documentados y en las páginas cuché del Cosmopolitan, recogiendo en la mochila de sus infinitas libretas y carpetas de fotocopias los dichos insensatos de los hombres con la misma diligencia que recogía el habla de las calles cuando estaba “documentándose” para escribir El Jarama.
Todos sus textos se pueden concebir como una colección de notas a pie de página escritas a contrapelo de esa corriente de palabras que inunda la esfera pública, notas capaces de abrir islas de luz y de esperanza en ese curso ruidoso y en ese griterío incesante que siempre fue el laboratorio de sus experimentos. Entre las páginas de su obra se encuentran algunos de los pensamientos más luminosos y rigurosos que se han escrito en España durante el siglo XX, a la altura de los de los autores filosóficos de mayor resplandor de nuestras letras. No, Ferlosio no era un escritor raro ni extravagante. Era probablemente el último ejemplar que quedaba en nuestro país de la figura del escritor sin más, el escritor propiamente dicho, esa formidable invención del siglo XIX que comporta un ethos implacable de independencia intelectual y moral, que con la sola fuerza de su pobre pluma hace frente a todos los demonios del destino, que sabe infinitamente poderosos, enarbolando únicamente la obstinación del carácter. No, Ferlosio no fue un escritor fragmentario ni prolijo.
Todas sus frases -desde los pecios hasta las subordinadas infinitas- se sostienen en su entereza, pero son interrupciones del flujo de información en el que nos ahogamos, del mismo modo que, según él decía, los versos de las “coplas” de Jorge Manrique dedicados a los bienes perecederos dificultan, desmienten, ridiculizan y acaban arruinando la tupida pastoral que debería asegurar su execración en beneficio de los supuestos valores eternos. Él nos enseñó magistralmente a escuchar, tras el runrún de esos valores incontestables, “la turbadora turbulencia de los hechos, el estridente, rayante, chirriante, incomprensible zumbido y frenesí de un mundo malo”.
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