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TRIBUNA LIBRE
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Ángeles y demonios de Ocaña

Fue el hallazgo burgués de un artista popular. Igual que 20 años atrás Marsé fue el hallazgo de un novelista proletario

Jordi Gracia
Fotografía de Ocaña, de 1975. Colección Museo Nacional  Reina Sofía.
Fotografía de Ocaña, de 1975. Colección Museo Nacional Reina Sofía.

De la misma manera que Ocaña desconocía la palabra “homosexual” cuando llegó a Barcelona en 1972, tampoco nadie sabía que aquello que empezaría a exhibir rambleando se llamaría en seguida queer o activismo queer. Cuando moría a los 35 años en 1983, empezaba a designarse así en Estados Unidos lo que él había venido haciendo en Barcelona durante la década anterior. Quizás ambas carencias llevan dentro algo de la exultación espontánea, del histrionismo biológico y del vedetismo burlón y cómico que hizo de Ocaña en los setenta, y de Ocaña hoy, un icono transversal, transgresor y canónico.

La paradoja más inquietante del presente está en la convivencia de esa cursiva y esa redonda que he usado. La marca Ocaña puede acabar arrasando con el Ocaña maricón, provocador y ramblero que fue ese muchacho andaluz de familia humilde, sentido del humor innato, creatividad ácrata, don de la provocación y sexualidad tan festiva e incitadora como el falo descomunal que había plantado en el centro de la gran cama de su casa en la plaza Real barcelonesa, a principios de los ochenta.

De aquella forma del humor desafiante, de aquel exultante gozo por escandalizar exhibiéndose han quedado múltiples rastros ya inscritos en la memoria estética del último medio siglo. La película de Ventura Pons en 1978 atrapó su dimensión más artificiosa y solo en los últimos años la intermitencia de aquel retrato ha ido cobrando una dimensión menos prefabricada y más veraz, más propiamente Ocaña que Ocaña. Lo dice de otro modo más preciso Rafael M. Mérida en la introducción Ocaña. Voces, ecos y distorsiones (Bellaterra, 2018) cuando asume que “la vitalidad y la proyección de Ocaña favorecieron su paulatina entidad metafórica, en vida, y su estatuto simbólico posterior”.

La ventaja adicional de los últimos años han sido un par de exposiciones importantes, en 2004 y en 2010, con sendos catálogos que hubiesen desmayado de placer a Ocaña, además de la pululación viscosa y excitada de confidencias, testimonios y maldades que ha ido diseminando parte de la fauna contracultural de aquella primavera travesti que empezó en 1976 y empezaba a morirse de éxito tras los cambios de 1982. Sin la frescura autobiográfica de Nazario, Ocaña podría hacerse de plástico y celofán, y sin la espontaneidad maliciosa de Onliyú acabaría siendo una talla policromada del santoral queer, travesti y teatrero.

Quizá lo más difícil de atrapar sigue siendo su combinación única de inocencia y programación, de espontaneidad y cálculo, de jovialidad e intención, todo mezclado y a veces indiscernible. En la rabia que le daba que a su pintura la llamasen naíf, sin saber demasiado bien lo que quería decir, llevaba una parte de razón. Aquellas vírgenes y ángeles, aquellas romerías y aquellos autorretratos tristes poseían una forma de la nostalgia camp que no era cultural o estética, sino nativa y genuina. Nadie le haría renunciar a sus mantones de Manila ni a sus faralaes porque ambos surtían de motivos y de pretextos la exploración libérrima de un neopopularismo incidental y selectivamente conectado con los gustos de la izquierda progresista, anarquista, contracultural y hasta revolucionaria, casi siempre de extracción burguesa.

Hubo algo del hallazgo burgués del artista popular en Ocaña, como hubo algo del hallazgo del novelista proletario con Juan Marsé 20 años atrás. En algún momento aquel Ocaña fue parte del paisaje fascinado de un medio cultural que lo identificó como aliado imprevisto. Ensanchaba por su cuenta las ya muy vapuleadas costuras del viejo orden, en huida frenética del calcetín sucio franquista y católico (y la imagen es de Vázquez Montalbán). Era cuando Copi formaba parte del repertorio de turbulencias que difundía Herralde en Anagrama, o cuando Jaume Sisa encadenaba cálculos irracionalistas con humor galáctico, cuando Terenci Moix escandalizaba a los medios literarios o cuando las jornadas libertarias transmitían un éxtasis tan inducido como inverosímil. Crecía entonces el impacto de una industria local del cómic gamberro, gritón y sexuado (da igual en qué dirección) con Star, con El Víbora o con revistas como Ajoblanco. Por eso no entendía Ocaña aquella inquina por ir a votar de casi todos sus amigos, pasando mucho de las primeras elecciones generales de 1977, pero sin entender tanta bronca. Como dice Onliyú en el epílogo, a él “eso de votar le parecía bien, estaba en un sinvivir y no entendía por qué” estaban los demás tan en contra, unos por anarquistas, otros por obediencia de extrema izquierda. Merece Ocaña, como hacen en ese libro Víctor Mora, Alberto Mira, Dieter Ingenschay o Alfredo Martínez Expósito, rutas de aproximación a su vida y a su muerte sin liofilizarlo y abriendo el foco a su dimensión política profana, su afirmación homosexual y su dimensión artística e íntima. Así la momia venerada, la reina totémica o la diosa Ocaña dejará de comerse la vitalidad explosiva, el egocentrismo real y la contagiosa heterodoxia del humor de un travesti homosexual que pintaba y esculpía a mano, a pelo y sin miedo: un valiente.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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