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Reportaje:

Ocaña: "Creo que la provocación gusta a todo el mundo"

Ángel S. Harguindey

«No me considero pionero del travestismo barcelonés porque siempre ha habido travestis, pero sí soy pionero del teatro en la calle. Cuando me disfrazo parezco una pintura negra de Goya. Es lo que intento, dar una imagen grotesca, distorsionada. Creo que la provocación gusta a todo el mundo, porque todos tenemos algo de exhibicionistas. Soy exhibicionista porque he estado mucho tiempo marginado. Pero en casa yo me maquillaba como los griegos y los romanos.»Quien así se define, o así comienza a definirse, es José Pérez Ocaña, que hace tiempo adoptó su segundo apellido como nombre de guerra, una guerra muy particular en la que se enfrenta cotidianamente a multitud de hechos, prejuicios, concepciones y etiquetas. Este pintor naif, andaluz y pansensualista, poco a poco se está convirtiendo en la mayor atracción de la bohemia popular de Barcelona.

Después, Ocaña, explicará a los espectadores de la película -cuya principal virtud consiste en desaparecer como proyecto artístico para supeditarse al personaje y a su mundo- por qué se fue de la Falange. Hijo de albañil y barquero de pueblo sevillano, adscrito al Movimiento Nacional bajo la secreta intención de veranear gratis en cualquier campamento costero de tiendas de lona y fuegos con canciones al atardecer, no consiguió nunca lo que su familia se había propuesto: que el niño viera el mar sin pagar. Dos frases breves y que pueden resumir toda una época, al menos vista desde la perspectiva de un niño andaluz.

«Como siempre he sido algo fantasioso», añade Ocaña, «he creído en el más allá. Ahora ese más allá lo veo en la gente. Creo en los dioses de la carne, no en los de madera. Y si ofrezco culto a las imágenes es porque lo que ha quedado de la religión son los fetiches; al ofrecer culto a las imágenes lo hago también a los hombres, que son quienes las hacen. Me he quedado con los fetiches y no con las contradicciones de la religión. Ahora bien, respeto las religiones porque me parecen bellas, todas tienen su encanto y su misterio...»

Después, en la película-reportaje, Ocaña asestará uno de los golpes más duros a la ortodoxia política de la izquierda que se recuerdan en el cinematógrafo: con su estilo directo, espontáneo y vital defenderá las procesiones de Semana Santa, no como manifestaciones religiosas -lo que en verdad no son, al menos en la Andalucía del cachondeo y la manzanilla-, sino como auténticas fiestas populares en las que el vino condiciona la buena marcha de los asistentes. Ocaña comenta cómo los progres de su pueblo le intentaban convencer de la necesidad de acabar con los mencionados festejos religiosos, pero sin proponer otros alternativos. Y el pintor se pregunta, con lógica popular, que para qué terminar con lo que es alegría y borrachera, que por qué prohibir algo que sirve de desfogue anual ante tanta miseria y monotonía. Y tiene razón. Los progres de su pueblo, suponemos, preferirían un seminario sobre la conveniencia de la reforma agraria o la penetración de las multinacionales a través de los medios de comunicación de masas. Ocaña, más sabio, prefiere la escuela de la vida y su goce.

«Lo del disfrazarse es teatro, pero no falso, porque me gusta hacer teatro vestido de tía. Yo utilizo el disfraz de la mujer. No es que yo me sienta una mujer cuando me disfrazo, porque no me siento, y con esto no trato de justificarme en absoluto, lo que pasa es que me convierto en un actor vestido de mujer a la forma antigua, que me guqta mucho, y puedo interpretar papeles, que me fascina.»

A Ocaña lo que más le gusta es la provocación sensual, sin meterse con nadie, pero jugando siempre. Y Para ello se acompaña de su Camilo, que también le gusta llamarse Matilde. Y cogidos del brazo se pasean por las Ramblas con una marcha que da gloria verlos. Y la gente se arremolina. Y Nazario, el del Rrollo Purita, que es de su basca, se ríe con amor y ternura. Y entonces, cuando hay doscientas personas alrededor, se levanta sus faldas enseñando sus partes, unas partes muy distintas a las que una visión apresurada de la primera imagen pudiera parecer. Y se ríe, y lo estupendo es que se ríe todo el mundo, incluso no se tiene noticia de ningún desmayo, porque el exhibicionismo en Ocaña es juego, diversión. Después entran todos en uno de los cafés de las Ramblas y entonces Ocaña, con su voz cazallera, entona una copla de las de antes, de las que cantaba la Niña de la Puebla, por ejemplo. Y todo encaja, sin sobresaltos, como si estuviéramos todos en la Roma más decadente y divertida.

Queda, por último, el intento de asimilación del personaje por parte de las élites culturales. Pero Ocaña, al menos de momento, se defiende con fuerza: «Mira, a mí que me digan literatura, teatro o pintura para el pueblo, pero que lo hagan como yo lo he hecho, no ya a nivel folklórico, sino a nivel vulgar, si quieres, pero el vulgarismo del pueblo, el puro, el de la calle... ¡Coño! ¡Compararme con García Lorca, que no tenemos nada que ver! Hablando ya de clases, para decirlo de alguna manera, él era de una y yo soy de otra. El era de izquierdas, ¿y qué? También en la izquierda hay muchos burgueses y gente de mucha pasta, y yo sí que soy del pueblo, pero del pueblo-pueblo, que mi padre era albañil y barquero.»

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