Tener y retener
Pollini entristece y Kissin deslumbra en los recitales de ambos pianistas en Madrid
Acaban de tocar en Madrid en días consecutivos dos grandes, dos gigantes del piano moderno. Lo han hecho, sin embargo, en dos momentos muy diferentes de sus carreras. Uno, el italiano Maurizio Pollini, en lo que parece su irremediable ocaso; otro, el ruso Yevgueni Kissin, en su deslumbrante esplendor. No hay, por tanto, comparación posible, porque no sería justa. El azar ha querido incluso que en los programas de uno y otro se repitieran algunas obras, pero, aun así, hay que huir de la tentación de ponerlas en uno y otro platillo de la misma balanza. Y la mejor noticia de esta conjunción ha sido que en ambos recitales la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional estaba llena a rebosar, una rareza cada vez más difícil de conseguir, reforzada con la presencia de algunas sillas adicionales en el escenario en el recital del pianista ruso.
Como es habitual, Pollini viajó a Madrid con su propio piano y, aparentemente, con su propia banqueta. Aun así, entre obra y obra, no paraba de ajustar la altura de esta última: se lo veía claramente incómodo. Muy envejecido y frágil para su edad, en este tramo final de su trayectoria artística se ha producido un doble fenómeno: sus virtudes de antaño han aminorado, mientras que las posibles carencias se han magnificado. Lo más llamativo es que cuesta reconocer al italiano en el sonido que produce, ya que su Steinway suena como descorporeizado, desencarnado, tan solo una carcasa de lo que fue. De las piezas de Chopin que tocó en la primera parte solo tuvo algún interés la Berceuse, tersa y bien fraseada, aunque la mano izquierda apenas ejerció de contrapeso de la línea melódica. Hubo, en general, mucho embarullamiento, poca claridad, silencios fugacísimos y casi inexistentes, pequeños lapsus de memoria, rutina, frialdad.
Obras de Chopin y Debussy. Maurizio Pollini (piano). Obras de Chopin, Schumann, Debussy y Skriabin. Yevgueni Kissin (piano). Auditorio Nacional, 11 y 12 de febrero.
En el primer libro de Preludios de Debussy las cosas empeoraron. No es el compositor francés, excepción hecha quizá de los Estudios, el más afín a la personalidad interpretativa de Pollini, pero las 12e obras maestras que integran la colección pasaron sin pena ni gloria. Fueron lecturas, por regla general, premurosas, planas, grises, con transiciones bruscas, sin humor, sin gracia, sin misterio, una sucesión de notas casi siempre carentes de sentido, hondura, peso y dirección. Quizás el mejor de los 12 preludios fue Des pas sur la neige, al menos estructurado con el afilado sentido arquitectónico que ha caracterizado siempre al italiano, heredado probablemente de su padre Gino.
Cualesquiera vítores son pocos para aplaudir al Pollini que fue, un pianista que ha hecho gala de un raro equilibrio entre una cabeza superdotada y unos dedos omnímodos, pero el Pollini actual, o al menos el que tocó en Madrid el lunes, es una sombra lejana de aquel artista. El público aplaudió con calor y admiración a la leyenda y el italiano se mostró generoso, e intrépido, en las dos propinas que tocó fuera de programa, invirtiendo ahora el orden precedente de ambos autores: Feux d’artifice, el último preludio del segundo libro de Debussy, y el Estudio op. 25 núm. 11 de Chopin. Llegó a ambas piezas muy cansado, con las fuerzas justas, o menos que justas, pero logró concluir una y otra tirando de oficio.
Cuando, el día siguiente, Yevgueni Kissin puso las manos sobre el piano y empezó a tocar el Nocturno op. 55 núm. 1 de Chopin, quedó claro que íbamos a asistir a un recital histórico. No hizo mucho caso el ruso de la indicación del compositor polaco (Andante) y lo tocó infinitamente más lento, deleitándose en cada nota y avanzando muy pausadamente, con un tempo permanentemente flexible, hasta acabar instalado de verdad en un Andante en el tramo final. Estaba claro que Kissin no había elegido esta pieza relativamente sencilla para calentar motores: en poco más de cinco minutos nos había hecho tocar el cielo. Y lo más extraordinario fue que este mismo nivel se mantuvo inalterable hasta el final, sin altibajos, con prodigios constantes, con máxima concentración, con un dominio casi incomprensible del instrumento, que magnifica sus posibilidades bajo sus dedos. Para Kissin no hay una sola nota accesoria o secundaria: se escuchan todas y cada una de ellas, y todas cumplen a su vez su función y otorgan sentido al conjunto. Las manos siempre dialogan (de manera inefable en el Nocturno op. 62 núm. 2, que habíamos escuchado también el día anterior) y los ornamentos se integran en el fraseo como si fueran un elemento constitutivo y esencial, que no meramente decorativo, de la frase.
Muy pocos pianistas tocan en público la Sonata núm. 3 de Schumann, un “concierto sin orquesta” exigentísimo técnicamente y sin la perfección formal que caracteriza a las primeras obras para piano del alemán. Kissin ha sentido siempre una fuerte afinidad por el mundo schumanniano: ya en su recital de presentación en el Carnegie Hall en 1990 tocó, con 18 años, versiones irresistibles de las Variaciones Abegg y los Estudios sinfónicos. Es también un intérprete inigualable de la Fantasía op. 17 y ahora ha demostrado que la Sonata núm. 3, en sus manos, es también una composición merecedora de oírse en igualdad de condiciones que sus compañeras.
Kissin se decantó por la segunda edición de la partitura (la que invierte el orden de los movimientos centrales) y todo en su versión apuntaba a las contraposiciones que definen el lenguaje de Schumann: orden y desorden, clasicismo y fantasía, equilibrio y desmesura, introversión y extraversión. Las cuatro variaciones sobre un tema de Clara Wieck fueron un milagro, concluido por un progresivo regulador descendente en los sencillos acordes de los seis compases finales ejecutado de tal forma que, aunque pasara inadvertido para muchos, fue uno de los mayores portentos pianísticos de la tarde. El último movimiento, en fin, en el que la indicación Presto possibile se ve seguida, en una carrera desbocada, por las de Vivacissimo y Più presto, fue, efectivamente, una cabalgada infatigable, pero cristalina, hacia la luminosa conclusión en Fa mayor.
El Debussy de Yevgueni Kissin era un misterio, ya que es un compositor que apenas ha frecuentado en sus tres décadas largas de carrera. En una decisión inusual, optó por tocar seis Preludios del primer libro y dos del segundo, conformando una secuencia muy bien planteada y equilibrada. Y si alguien hubiera podido albergar alguna duda sobre la afinidad del ruso con este repertorio, quedaron todas disipadas desde los primeros compases de Danseuses de Delphes. Podrían citarse multitud de momentos memorables, como el lento ascenso final hacia los acordes conclusivos de La fille aux cheveux de lin, la pulsación nítida de Les collines d’Anacapri o la sobrenatural precisión rítmica y el brío multicolor de Feux d’artifice, pero sería injusto no dejar constancia especial de la mejor traducción sonora y conceptual de La Cathédrale engloutie jamás escuchada, con su final arruinado por un móvil brutal, irreverente y merecedor de castigo eterno. Bastaría la interpretación que escuchamos de esta música “profondément calme (dans une brume doucement sonore)”, Debussy dixit, para consagrar a Yevgueni Kissin como uno de los mejores pianistas de la historia.
La breve pero intensa Sonata núm. 4 de Skriabin (este sí, una especialidad ya conocida de su compatriota) puso punto final a un recital de una calidad uniformemente superlativa. Kissin se transmutó aquí en cometa para interpretar el segundo movimiento, marcado Prestissimo volando, que se cerró con una apabullante sucesión de acordes ascendentes sobre las teclas negras para remachar el brillante Fa sostenido mayor conclusivo. Hubiera hecho muy bien Kissin en tocar tan solo las dos primeras de las cuatro propinas que ofreció: Träumerei de Schumann y Gollywogg’s Cakewalk de Debussy, dos piezas incluidas en sendas colecciones infantiles. El ruso conserva algo, o mucho, del niño que fue, con esos andares ingenuos y esa extraña manera de saludar, poblada de tics. Ibermúsica lleva regalándonos recitales suyos desde 1988 y, aunque tanto en esta como en su anterior visita es patente la benéfica influencia de su reciente matrimonio, en este adulto feliz y cada vez más humanizado y menos autómata resultan aún identificables muchos rasgos de aquel niño de melena crespa y mirada honda que asombrara al mundo (incluido el último Karajan, que cayó rendido ante su descomunal talento).
Generoso como Pollini el día anterior, Kissin abandonó el mundo infantil para seguir agradeciendo las muestras de entusiasmo del público, cada vez más estentóreas, y su tercer regalo fue el Vals op. 34 núm. 1 de Chopin, tocado esta vez de forma algo mecanicista y un poco pasado de revoluciones. Se despidió con una composición propia, un Tango dodecafónico que tiene mucho más de lo primero que de lo segundo y que nos permitió asomarnos mínimamente al interior de su mente. Tener y retener son dos verbos clave en las carreras, por regla general muy largas, de los grandes pianistas. Ojalá pueda seguir tocando Yevgueni Kissin a este nivel inalcanzable durante muchos años. Gracias a él y a Maurizio Pollini, Madrid ha sido durante dos días la capital del piano: pasado, presente y futuro.
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