Thomas Hengelbrock, arquitectura de Mozart
El director alemán construye una versión intensa y personal del Réquiem al frente del Balthasar-Neumann-Chor & Ensemble
El Réquiem de Mozart habla persuasivamente a cada generación. La frase es del musicólogo Edward Dickinson, de 1902, y la idea ha sido ampliamente desarrollada por Simon P. Keefe en un reciente libro (Cambridge University Press, 2012). No solo fue admirado por Beethoven, que reaccionó frente a las críticas que lo desacreditaban a comienzos de 1820, sino que inspiró las obras religiosas de Schubert y Rossini. Su eco se percibe en la Grande messe des morts, de Berlioz, e inspiró a Liszt dos transcripciones pianísticas. Para Wagner fue una composición determinante, Chaikovski admiraba especialmente su comienzo y Rimski-Korsakov lo cita en su ópera Mozart y Salieri. Mahler y Richard Strauss lo dirigieron habitualmente en concierto y para Bartók era materia obligada de estudio. Siempre fascinó a Szymanowski y a Janácek, pero también a Britten, que lo consideró un precedente fundamental de su War Requiem, y a Ligeti, que le propició su primer contacto con una misa de difuntos.
Pero el Réquiem de Mozart es una composición tan bella y fascinante como problemática. El compositor murió, en diciembre de 1791, dejando la obra drásticamente inacabada. Tan solo había finalizado el introito “Requiem Aeternam” y del resto redactó un boceto bastante preciso desde el “Kyrie” hasta el “Hostias” con los solistas y el coro, la parte del bajo y leves anotaciones instrumentales. Como es bien sabido, fue concluido por Franz Xaver Süssmayr, un estrecho colaborador del compositor, tras dos intentos fallidos de Franz Jakob Freistädtler y Joseph Leopold Eybler. Süssmayr se vio obligado a componer el “Sanctus”, “Benedictus” y “Agnus Dei”, haciendo uso de leves anotaciones del compositor que no se han conservado, aunque para el communio “Lux Aeterna” decidió limitarse a reelaborar el “Introito” y el “Kyrie”. Esa consideración de obra abierta e inacabada ha animado a varios musicólogos y compositores, especialmente en las últimas décadas, a añadir retoques o proponer versiones alternativas. Una labor tan interesante como infinita.
El director de orquesta alemán Thomas Hengelbrock (Wilhelmshaven, 1958) reconocía este mes, dentro de las páginas de la revista Scherzo, decantarse por la versión de Süssmayr, tras haber estudiado y probado todas las versiones del Réquiem. “Süssmayr no es Mozart, pero puedes sentir que la música está muy cerca de sus ideas y tiene una atmósfera verdadera”, reconocía. Para ello se apoya en un admirable conjunto coral y orquestal, con instrumentos y criterios de época, que él mismo fundó en los años noventa, y bautizó con el nombre del arquitecto barroco alemán Johann Balthasar Neumann. Y no es una casualidad. Hengelbrock aporta una concepción constructiva en cada uno de sus conciertos. Aquí pretende identificar en la misa mozartiana los ecos y las trazas del pasado. Abre su programa con la Misa Superba a 14 , una composición escrita, hacia 1674, por el maestro de capilla del Elector de Baviera, Johann Kaspar Kerll, como pórtico de acceso al Réquiem de Mozart sin pausa intermedia. Dos misas consecutivas, pero con más de un siglo de distancia, que se escucharon ayer, en el Auditorio Nacional de Madrid, dentro de la serie Universo Barroco del CNDM, y que volverán a sonar, hoy lunes, en el Palau de la Música Catalana.
Obviamente, el Réquiem de Mozart es una composición fuertemente ligada a las tradiciones de la música sacra austriaca. Es bien sabido, además, que el compositor se inspiró en modelos de Florian Leopold Gassmann y Michael Haydn, e incluso también en varias composiciones de Händel. Pero el experimento de anteponer una misa del siglo XVII no parecía ideal. Y, especialmente, si se hace con el mismo orgánico de cuerda y voces que para Mozart. Ya en el “Kyrie” asomó cierto desequilibrio en el concertato entre los solistas y el inmenso tutti. Pero todas las dudas se fueron disipando de camino al “Credo”. Hengelbrock exprimió cada disonancia y convirtió el “Et incarnatus est" en un momento de verdadera suspensión espiritual.
El ambiente de la misa de Kerll, con esos llenos corales e instrumentales, abonó un arranque del Réquiem de interesantes resonancias barrocas. El director alemán, que es un firme heredero del Mozart de Harnoncourt, impulsó una lectura intensa, afilada e impactante de la obra de principio a fin. Ya el ascenso hacia el inicio de la secuencia fue trepidante, con ese timbal de tinte apocalíptico. Hengelbrock lo coronó con uno de los mejores momentos de la noche: una imponente versión del “Dies irae” donde texto y música fueron todo uno. Pero la deficiente entonación del bajo Reinhard Mayr reveló, en el inicio del “Tuba mirum”, que los solistas extraídos del Balthasar-Neumann-Chor iban a ser el principal talón de Aquiles de esta magnífica versión del réquiem mozartiano. El director alemán no escatimó en fascinantes texturas en el acompañamiento o explotó con fines dramáticos ese juego de contrastes infernales y celestiales del “Confutatis”. El empaste del coro y la orquesta fue ideal en la “Lacrimosa”, que sonó articulada casi como una especie de marcha fúnebre. Y el ofertorio fue otro momento feliz de la velada, con ese enérgico da capo final del “Quam olim”. Esa indicación fue, precisamente, lo último que Mozart escribió en su partitura autógrafa, aunque un desalmado fetichista la recortó, en 1958, durante la Expo de Bruselas, y nunca se ha recuperado.
Pero faltaba uno de los momentos más sorprendentes y personales del concierto, que fue el “Agnus Dei”. Hengelbrock cargó las tintas y convirtió la mejor intervención de Süssmayr sobre la obra de Mozart en una ventana beethoveniana hacia el futuro. Después, en “Lux aeterna”, escuchamos la intervención más destacada de la soprano Katja Stuber, pero también una inquietante pausa retórica que desencadenó un contundente fugado final. Las ovaciones del público llegaron tras casi veinte segundos de silencio. Todos esperábamos una propina relacionada con el 263 cumpleaños de Mozart, pero el director alemán continuó con su personal ascenso celestial al frente de su magnífico coro. Primero cantaron el coral Komm, o Tod, du Schlafes Bruder (¡Ven, oh muerte, hermana del sueño!), de la cantata BWV 56, de Bach. Y, a continuación, el Himno querúbico, Op. 27/5, de Pavel Chesnokov, un director de coros soviético que falleció en 1944. Dos exquisitos ornamentos, pasado y futuro, para ese fascinante y problemático edificio mozartiano que nos sigue hablando, más de doscientos años después.
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