Berlioz, 200 años
Durante los meses que precedieron a mi nacimiento, mi madre no soñó, como la de Virgilio, que iba a dar a luz una ramita de laurel. Por muy dolorosa que sea esta confesión para mi amor propio, debo añadir que tampoco creyó, como Olimpia, la madre de Alejandro, que llevara en su seno un ascua ardiente. Es algo que se sale de lo común, debo convenir en ello, pero es la pura verdad. Vi la luz del día con la mayor sencillez, sin ninguno de los signos precursores tan de moda en los tiempos poéticos para anunciar la aparición de los predestinados a la gloria", afirma Berlioz en su impagable autobiografía, que en 1985 editó en dos tomos en español Taurus, con traducción de José Vega Merino, y que hoy es difícil de encontrar en nuestro país.
Las Memorias, de Berlioz, son mucho más que una selección de recuerdos más o menos bien escritos y estructurados. Son, por llamarlo de alguna manera, un retrato de la época romántica desde la perspectiva de un compositor. Berlioz es un prototipo del músico del siglo XIX. Sus sentimientos hierven en cada capítulo de su autobiografía con una efervescencia inagotable. Pasiones por el amor, pasiones por la música. "¿Cuál de las dos fuerzas puede elevar al hombre a las alturas más sublimes, el amor o la música?", se pregunta. Y añade: "Gran problema, y, sin embargo, me parece que se debiera decir esto: el amor no puede dar idea de la música, la música puede dar idea del amor. ¿Por qué separar uno de otro? Son las dos alas del alma". Anécdotas, aventuras, reflexiones, viajes, confesiones, se suceden sin tregua en un relato por el que desfilan evocaciones de Virgilio a Shakespeare, de Gluck a Beethoven, de Liszt a Goethe.
No han tenido, en general, los compositores de cualquier tiempo y lugar una predisposición especial a plasmar sus recuerdos vitales y experiencias profesionales en forma de libro. En cierta medida, los casos de Wagner, Henze, Boulez, Cage y, por supuesto, Berlioz son excepciones que, con un estilo u otro, confirman la regla. La creación artística de cualquier tipo parece que reclama una especie de reflexión añadida o, simplemente, de comentario teórico o emocional. Los músicos han estado menos predispuestos a ello que los escritores, pongamos por caso. Por ello, el ejercicio literario de Berlioz tiene un valor especial, tanto por las aportaciones específicamente literarias como por las más directamente sociológicas o documentales.
Memorias aparte, ¿qué queda a estas alturas de la vida y de la historia de Héctor Berlioz? Pues, curiosamente, mucho más de lo que se presentía. De entrada está el reconocimiento a su fabulosa capacidad para la renovación del sonido en la música sinfónica. El compositor francés fue en ello un adelantado a su tiempo, y su influencia se dejó notar en las décadas posteriores. Dejó además, como herencia artística teórica, un tratado de instrumentación y orquestación que aún hoy es una referencia de obligada consulta.
Luego está su aportación al nacimiento y desarrollo de la mélodie, una suerte de lied a la francesa, acondicionado a los giros, prosodia y esencias del idioma francés. Especialmente significativo en el terreno de la canción francesa es el ciclo Nuits
d'été, compuesto primero para tenor o mezzo con piano y posteriormente para orquesta, sobre textos de Théophile Gautier. Un especialista en el repertorio vocal francés como Santiago Salaverri ha escrito, a propósito de este ciclo, que "la amalgama del texto y la música operada por Berlioz se eleva de golpe sobre todo lo compuesto por él anteriormente en el género, y lo hace hasta alturas que serán insuperadas por las siguientes generaciones de melodistas . El nivel cualitativo de la canción francesa alcanza cotas equivalentes a las alcanzadas poco antes en la alemana con Beethoven y Schubert".
Capítulo aparte merece su singular visión de la ópera. Seguramente la monumental Los
troyanos, de casi cuatro horas de duración, sea el título más ambicioso de todo el repertorio francés del XIX. También La condenación de Fausto, bautizada como "leyenda dramática", ante la dificultad genérica de clasificación por su mezcla de estilos, se ha alzado con el paso del tiempo como una de sus obras más emblemáticas. Aunque hablando de piezas simbólicas o populares, ninguna es comparable a la Sinfonía
fantástica. En ella palpitan de forma evidente todas las inquietudes del autor, incluida su obsesión autobiográfica, con un despliegue de recursos innovadores en el terreno de la orquestación.
En el terreno interpretativo, el gran profeta de la causa berlioziana ha sido, desde hace décadas, el director inglés Colin Davis. A su vera, en los últimos años, se han situado otros como Sylvain Cambreling y, más recientemente, Gardiner, Minkowski y hasta Boulez. Este año de celebraciones del bicentenario ha propiciado interesantes incursiones en su música, incluso en España, donde Víctor Pablo Pérez ha dirigido una imponente Fantástica en San Sebastián con imágenes cinematográficas añadidas. Y de siempre está la pulcritud de Jesús López Cobos en este autor.
Mención especial merece,
como colofón de esta evocación-homenaje, el recuerdo de la doble actuación del Orfeón Donostiarra, un coro muy afín a Berlioz, y el grupo teatral La Fura dels Baus en la producción de La condenación de Fausto del Festival de Salzburgo de 1999. Los distinguidos representantes de la España artística de las autonomías se sintieron vivamente vinculados a esta apasionante experiencia que se conserva en DVD y mereció encendidos elogios del incondicional salzburgués Mario Vargas Llosa en su presentación en la ciudad de Mozart.
Berlioz tiene cuerda para rato. Lo del bicentenario ha servido de aviso para navegantes y también ha supuesto un ligero empujoncito divulgativo, además de una llamada de atención sobre un compositor mucho más importante de lo que a veces, por razones que no son fáciles de explicar, se considera.
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