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Crítica | La casa de Jack
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El provocador como pieza de museo

La película de Lars von Trier puede interpretarse como el sonoro lamento de quien aspiraba al Louvre y tuvo que conformarse con la Saatchi Gallery

Matt Dillon, en 'La casa de Jack'.
Matt Dillon, en 'La casa de Jack'.

Para Lars von Trier, el P. T. Barnum del cine de autor, el ser humano es un espejo que refleja los dos reinos en conflicto de la cosmología cristiana: Cielo e Infierno. O alma y cuerpo. La casa de Jack sostiene que, bajo su encadenado de radicales experimentaciones, la filmografía del danés ha estado siempre al servicio de un único y obsesivo tema: la estrecha unidad entre el Bien y el Mal. No es casual que, al final de cada capítulo de su serie The Kingdom (1994-97), el cineasta, forradito de ironía filohitchcockiana –llegaba a presentarse como “el humilde Lars von Trier”-, despidiera a los espectadores refiriéndose a esa falsa dialéctica moral que, en esta clara etapa de recapitulación creativa que aquí culmina, también ha inspirado el título -Lars von Trier. The Good with the Evil- de la exposición en torno a su obra que inauguró el Museo de Arte y Cultura Visual Brandts de Odense en noviembre de 2017.

LA CASA DE JACK

Dirección: Lars von Trier.

Intérpretes: Matt Dillon, Uma Thurman, Bruno Ganz, Jeremy Davies.

Género: thriller. Dinamarca, 2018.

Duración: 152 minutos.

Lars von Trier ya es una pieza de museo. La película puede interpretarse como el sonoro lamento de quien aspiraba al Louvre y tuvo que conformarse con la Saatchi Gallery. La casa de Jack adopta la forma de una confesión a las puertas del Infierno: un discurso que a ratos tantea la apología narcisista para culminar en feroz ajuste de cuentas con quienes no han sabido valorar la arquitectura genial que sustenta una obra incomprendida. Jack, el psychokiller encarnado con gélida autoridad por Matt Dillon, funciona como la contrafigura de un Lars von Trier embriagado por la fantasía, un poco adolescente, de diluir las fronteras entre arte y crimen.

Sostenida sobre secuencias de incuestionable fuerza –la cacería de la familia, el episodio de Uma Thurman-, la película acaba siendo esclava de una fórmula –discurso transgresor + interlocutor comprensivo + interludios culteranos- que el director ya había aplicado magistralmente en el díptico Nymphomaniac (2013). El tono es de comedia negrísima y todo apunta a un cierre de ciclo, pero la película no se gana un lugar en el infierno de los perversos, sino una temporada en el purgatorio de los redundantes.

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