En torno a la célula del dúo
Ballet de la Ópera de París lleva al Teatro Real de Madrid un programa concentrado en lo foráneo
¿Hemos visto realmente al orgánico de la Ópera de París en el Real de Madrid? No perdamos la ilusión inicial y digamos generosamente que sí, a pesar de que en escena topamos con una veintena escasa de bailarines y el formato ofertado se acerca mucho más al concepto común de gala de ballet (o bolo de batalla). Vaya por delante que la casa parisiense y sus artistas ofrecen siempre terminado y calidad, y alguna defensa intelectual tendrá este programa para quien lo diseñara, pero es difícil de encajar para el público local, siempre ansioso de ver ballet. Puede extraerse a voluntad la relación de Georges Balanchine y Jerome Robbins con el Ballet de la Ópera, pero no deja de ser forzado. Balanchine, como destino natural, tenía que quedarse en Francia tras la muerte de Diaghilev en 1929, pero un agudo sexto sentido (y la enrarecida situación que se gestaba en toda Europa) lo hicieron marchar primero a Londres y después a Nueva York. Lo interesante es que dos veces, en ese periodo, le fue propuesto el puesto de maitre principal en París, por el intendente Jacques Rouché, un tipo con buen ojo. Luego en 1947 se volvió a dar el caso de la oferta del puesto, pero tras escaramuzas iniciales, ya eran otros tiempos. Balanchine siguió siempre vendiendo repertorio a París.
Como escribió en su día Nancy Reynols a raíz del Festival Ravel (1975) ideado por el coreógrafo y donde se estrenó Sonatine, Balanchine nunca había mostrado una afinidad especial por la música de Ravel como soporte para sus ballets. En 40 años de redacciones brillantes, solamente había compuesto La Valse e intervenido en dos producciones diferentes de la ópera L’Enfant et les Sortiléges. Cuando en 1974 Balanchine anunció un Festival Ravel en Nueva York, le llovieron reproches: “¿Por qué Ravel?”, a lo que Balanchine contestó: “¿Y por qué no?”. Como siempre, el ballet es política, o mejor, esclavo de la política. El Festival Ravel tenía una razón política básica: estrechar de nuevo lazos con Francia. Su amigo Nelson Rockefeller, vicepresidente con Gerald Ford, se lo pidió (había gordísimos favores anteriores para seguir pagando) y por allí andaba, muy elegante ella, madame Giscard d’Estaing condecorando al coreógrafo. Se prepararon 16 ballets nuevos, 7 de Balanchine. La Reynols sentenció: “La magia está desaparecida”. Ya Balanchine, muy jovencito en Petrogrado, había escogido uno de los Valses nobles y sentimentales para una de sus primeras creaciones, y ahora lo recordaba. Una curiosidad no banal: la pianista del estreno el 14 de mayo de 1975 fue Madeleine Malraux. Sonatine, que fue de lo mejor ayer en el Real, es un largo dúo reflexivo sobre la dinámica coréutica que impone el andante bailado. Es una partitura del hambre: Ravel la compuso para un modesto concurso cuando no tenía trabajo ni encargos. Balanchine la coreografió a toda prisa con indirectas citaciones al propio Tchaicovsky Pas de deux. La franco-noruega Léonore Baulac y German Louvet, ambos con categoría de estrellas, fueron precisos y musicales en el estreno madrileño; la escuela que llevan en sus genes les hace más distantes que fríos, elegantes en esa pendencia amable de la souplesse como distintivo ejecutorio donde no debe desdeñarse la displicencia de la que han hecho bandera siempre.
De cada ballet puede escribirse un libro, decía Roslaeva, y puede ser verdad. Afternoon of a Faun (1953) de Robbins sin dudas es un caso de esos, muy singular. Es un dúo que conserva todos sus valores formales (y esto incluye los decorados de Jean Rosenthal y la síntesis en el vestuario de Irene Sharaff), y se convierte en ejemplarizante manera de lo que significa balletísticamente revisitar un clásico moderno con voz propia; Hugo Marchand y Amandine Albisson, muy queridos por el público parisiense, defendieron con suma concentración sus roles. Por su parte la argentina Liudmila Pagliero y Floriane Magnenet fueron exquisitos en 3 Gnossiennes (Satie) de Hans Van Manen, decano indiscutido de los grandes coreógrafos vivos y en activo. Magnenet, más allá de su presencia escultórica (de niño fue gimnasta) demostró su valía como solícito partenaire, algo fundamental en las evoluciones ideadas por Van Manen y en este caso, responsable de la arquitectura de la pieza.
La noche no acabó en las alturas con un Rubies (Stravinski) donde Balanchine fue poco más que una nómina con un cuerpo de baile poco entonado. Solamente Dorothée Gilbert con mucha gallardía y virtuosismo entendió lo que estaba haciendo. Ida Viikinkovski, absolutamente inadecuada para el papel solista, se mostró titubeante en el conjunto y muy insegura en la variación cardinal de esta pieza, mostrada con un pretencioso vestuario de Christian Lacroix que ni por asomo emula al extraordinario original de Karinska, a lo que hay sumar las prisas del director musical Maxime Pascal, que pudo tener la cortesía de esperar a los bailarines apenas en el medio compás final. Las funciones del Ballet de la Ópera de París en el Teatro Real se extienden hasta el próximo día 26.
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