La pintura silenciosa de Xavier Valls ilumina el invierno parisino
El Instituto Cervantes expone los paisajes, retratos, bodegones y libros del pintor figurativo catalán
En medio del ruido de la gran ciudad y de ansiedad de este mundo acelerado, el silencio y la luz de la pintura de Xavier Valls (Barcelona, 1923-2006) pueden tener virtudes terapéuticas: un espacio para el sosiego y la contemplación. Valls era “un solitario que, a la vez, milagro, conoció a todo el mundo, estuvo en todos los sitios, hizo encuentros asombrosos”, según el crítico y poeta Juan Manuel Bonet. Figurativo en tiempos de abstracción, nadó contracorriente, ajeno a las modas y lejos de su país, donde tardó en llegarle el reconocimiento.
Una exposición en el Instituto Cervantes de la ciudad donde vivió durante casi toda su edad adulta, París, inaugurada esta semana y abierta hasta el 22 de marzo, permite acceder al peculiar mundo vallsiano: sus bodegones, sus paisajes, sus retratos, su luz más nórdica que mediterránea, luterana, un arte contenido, leve y profundo.
Valls no imaginaba: pintaba lo que veía. A sus hijos, Giovanna y Manuel. A su esposa, Luisa. A su nieto Benjamin. Notre Dame desde el balcón de su casa. Unos lagos suizos, la campiña francesa, los campos de Castilla, el mar en Sitges, una casa en su barrio barcelonés, Horta. Un mundo sin drama ni historia, congelado: muy real y al mismo tiempo muy esencial, casi abstracto. Unas nueces, unos higos, una chirimoya.
Que no le gustase la palabra naturaleza muerta para designar estos cuadros no es sorprendente. Prefería el inglés still life, vida quieta, eco de la música callada de Frederic Mompou, que podría ser una banda sonora perfecta del mundo de Valls. Todos sus cuadros —no solo las naturalezas muertas— son vidas quietas.
“Nada ama tanto Xavier Valls como la tranquilidad de la vida. No tiene otro tema”, escribe en el catálogo el escritor Frédéric Vitoux, miembro de la Academia Francesa. Jean Clair, también de la Academia, sitúa a Valls como un disidente respecto a un canon marcado por “el rechazo obstinado a representar la realidad”, canon encarnado en la ciudad de Valls por Antoni Tàpies, su enemigo íntimo, a quien dedica unas páginas en sus memorias, La meva caixa de Pandora (Mi caja de Pandora, Quaderns Crema, 2003, escritas en colaboración con el novelista Julià de Jòdar).
“Me gustan los cuadros de Tàpies cuya materia recuerda a un bajorrelieve etrusco; o aquellos en los que su gesto lleva un no sé qué oriental y místico. Soy más prudente cuando les adhiere unos calzoncillos viejos o aprovecha muebles tronados y otros elementos miserabilistas para las esculturas”, escribe. Valls rememora una cena con Tàpies y otras personas en Sarrià. A la salida, y al ver el automóvil de la marca Simca de los Valls, Tàpies les dice: “Qué suerte tenéis para aparcarlo, porque yo, con el Mercedes…”
Valls, que nunca tuvo el éxito de Tàpies, pertenecía a otra tradición, la de la pintura “figurativa, meditativa, silenciosa…”, según define Jean Clair, un rasgo común con coetáneos como Morandi o Balthus, o con antecesores nórdicos como Hammershøi. Y una herencia del noucentisme catalán, el arte del orden y la racionalidad, el clasicismo mediterráneo. Pero no era una dogmático. Se relacionaba con todo tipo de pintores y artistas. En el Instituto Cervantes de París puede leerse libros dedicados y cartas manuscritas de poetas experimentales como Joan Brossa o Juan Eduardo Cirlot, de un barroco como Alejo Carpentier o de pensadores como Vladimir Jankélévitch, todos cercanos al pintor.
“Lo que me gusta en Xavier Valls es el silencio. Desprende silencio e intensidad. Da vida a los objetos a través de la luz que les infunde”, comentaba el jueves, en la inauguración de la exposición en París, el pintor abstracto Alberto Reguera. “Es un artista intemporal, por encima de las modas y los estilos”. Un pintor, escribe Bonet en el catálogo de la exposición, "que a partir de la herencia asumida elabora una pintura inconfundiblemente suya". Y añade el exdirector del Cervantes: "Sus cuadros se reconocen a distancia. Todo su saber se ha traducido en una obra que fluye como si nada, como quien no quiere la cosa".
Alejarse de modas y estilos, y apartarse de las capillas ideológicas del momento quizá tuvo un precio. Su primera exposición en Madrid llegó en 1982, tres años antes que en su Barcelona natal. La exposición de Madrid dio pie a Félix de Azúa a publicar en EL PAÍS su famoso artículo Barcelona es el Titánic. “Empecé a sospecharlo cuando me enteré de que distinguidos intelectuales y artistas catalanes, incluidos algunos arquitectos, habían fletado un autobús para acudir a la exposición de Xavier Valls en Madrid”, arrancaba Azúa. “No solo iban a Madrid, sino que encima iban a llegar en autobús, como los hinchas del Hércules”.
Que Valls expusiese en Madrid era, para el articulista, otro síntoma del declive barcelonés. La discusión sigue abierta. El jueves, entre los presentes en la inauguración de la exposición de París, se encontraba Manuel, el adolescente que aparece retratado en uno de los cuadros. Hoy Manuel, que hizo carrera en Francia hasta llegar a primer ministro, aspira a ser el alcalde de Barcelona.
Babelia
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