Laberinto de paradojas
Es el encomiable salto sin red de un creador dispuesto a colocarse en una posición de riesgo para seguir siendo el mismo
El título del noveno largometraje de Pablo Trapero es toda una llamada de atención sobre la figura expresiva que determina la naturaleza de este esquivo melodrama: la paradoja. La quietud es el nombre de la finca de los Montemayor: un auténtico polvorín de turbulencias afectivas levantado sobre un oscuro secreto familiar que es, al mismo tiempo, la porción de un incurable trauma nacional colectivo. El infarto del patriarca, Augusto Montemayor, consejero en un bufete de abogados, motivará el regreso al hogar de la primogénita de la familia, Eugenia, que Bérénice Bejo encarna con la autoridad de un acento argentino que hermana el origen del personaje con el suyo propio —la actriz abandonó su Buenos Aires a los tres años de edad—. Una larga secuencia que parece sugerir una atracción incestuosa entre Eugenia y su hermana pequeña —una Martina Gusman que se mimetiza con su compañera de reparto— introduce la primera nota perturbadora en esta historia cuyos armarios parecen realmente atestados de esqueletos, pero el dispositivo paradójico de Trapero comienza ahí a funcionar a pleno rendimiento, invitando al espectador a embarcarse en un retorcido camino donde los excesos supuestamente folletinescos acabarán poniéndose al servicio de un relato en el que, en realidad, resultarán más sorprendentes y reveladoras las luces que las sombras.
LA QUIETUD
Dirección: Pablo Trapero.
Intérpretes: Martina Gusman, Bérénice Bejo, Graciela Borges, Edgar Ramírez.
Género: drama.
Argentina, 2018
Duración: 117 minutos.
La quietud puede parecerle al incondicional de Trapero un extraño cambio de tercio tras la eficacia y contundencia de la previa El clan (2015), pero este nuevo trabajo no es más que el encomiable salto sin red de un creador dispuesto a colocarse en una posición de riesgo para seguir siendo el mismo. Las pruebas de fuerza estilística están muy presentes, pero no las guía el exhibicionismo autoral, sino la fluidez de una intrincada historia que discurre en todo momento por la senda del desbordamiento: merece especial atención el largo plano secuencia que anuda varias zonas de tensión familiar durante un velatorio que es antesala de las más crudas revelaciones de la historia.
No es fácil hablar de La quietud sin estropear sus secretos: baste decir que la dolorosa serenidad con la que Graciela Borges desgrana lo terrible en un largo monólogo o que la radiante —y turbia—química entre Gusman y Bejo logran que lo improbable parezca orgánico. Porque, como se ha apuntado más arriba, de paradojas va la cuestión: por ejemplo, de la paradoja de camuflar pureza y verdad donde, a primera vista, uno vería mentira y sordidez.
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