La urbe polisémica
La película crea una atmósfera hipnótica, pero acaba pareciendo un producto demasiado confeccionado a medida para elcazador de películas de culto
En el rostro de Janet Gaynor pueden leerse cosas muy distintas. Por un lado, está el mito que protagonizó clásicos irrebatibles bajo la dirección de Frank Borzage y F. W. Murnau y que coronó su supervivencia a la llegada del sonoro con esa metapelícula sobre las dinámicas del star-system que fue Ha nacido una estrella (1937), de William A. Wellman. Por otro lado, estaban los claroscuros de la vida privada que se escondía bajo esa imagen, entre los que destacan la liason secreta con Charles Farrell, el matrimonio-tapadera con el modisto Adrian, los rumores sobre su bisexualidad y su ausencia en el funeral de Murnau. Una condición polisémica muy propia de Hollywood, ese enclave identificado por ese célebre letrero en el monte Lee que también ha significado muchas cosas: fue colocado en 1923 para anunciar un negocio inmobiliario de Mack Sennett, pero tan solo nueve años más tarde se convirtió en el trampolín desde el que la actriz Peg Entwistle se precipitó hacia la muerte, como recogía Kenneth Anger en ese descenso a los infiernos de la Ciudad de los Sueños que fue Hollywood Babilonia.
LO QUE ESCONDE SILVER LAKE
Dirección: David Robert Mitchell.
Intérpretes: Andrew Garfield, Riley Keough, Callie Hernandez, Chris Gann.
Género: thriller. Estados Unidos, 2018.
Duración: 139 minutos.
Janet Gaynor es la actriz favorita de la madre del protagonista de Lo que esconde Silver Lake, película que propone un viaje a través del espejo de la Meca del Cine de la mano (o bajo la influencia) de guías tan diversos como Anger, David Lynch –en particular el de Mulholland Drive (2001)-, Charles Burns, Daniel Clowes, Kim Deitch, Thomas Pynchon, Foster Wallace y Robert W. Chambers, entre otros. Si en su anterior It Follows, el director David Robert Mitchell aisló la esencia de Detroit como territorio de un sobrecogedor vacío espiritual, aquí se embarca en la tarea de redefinir Los Ángeles como superposición de mapas y signos, un entramado de códigos donde una caja de cereales, la viñeta publicada en un fanzine o el recorte de una revista de videojuegos pueden entrelazarse siguiendo la necesidad de significado de una mirada conspiranoica.
Con sus fundidos encadenados, su ritmo insomne y una rara habilidad para diluir fronteras entre sueño y realidad, la película crea una atmósfera hipnótica, cargada de correspondencias –la portada de Playboy y la hija del magnate bajo el agua-, pero acaba pareciendo un producto demasiado confeccionado a medida para un modelo muy específico de espectador: el vocacional cazador de películas de culto, que no encontrará nada que trascienda la deslumbrante suma de referentes.
Babelia
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