El platillo volante de Stanley
Kubrick se planteó contratar una póliza de seguro antimarciana tras el avistamiento que le unió irremediablemente para siempre a Arthur C. Clarke
El 17 de mayo de 1964, Stanley Kubrick y Arthur C. Clarke avistaron un platillo volante. Estaban en la terraza del ático que el director tenía en Nueva York. Hacía apenas un mes que se conocían. Los había presentado el fotógrafo Roger Andrew Caras, un amigo en común. Kubrick quería rodar una película de extraterrestres y quería a su lado al mejor escritor de ciencia ficción del momento. Caras le habló de Isaac Asimov – al que habían tanteado y tantearían desde Woody Allen a Steven Spielberg – y, por supuesto, de Robert A. Heinlein, pero también de Frederik Pohl, y de una por entonces suerte de bicho raro: Arthur C. Clarke. Clarke, un inglés con mala suerte en lo sentimental – sólo se casó una vez y el matrimonio duró meses, tal vez porque, como se sospechaba, era homosexual y nunca se atrevió a admitirlo o si lo hizo, lo hizo en privado – vivía dedicado a la fotografía submarina y, por supuesto, a la ciencia ficción, en Sri Lanka.
A Kubrick, que por entonces recibía a diario cajas de libros de ciencia ficción que leía obsesivamente, incapaz de decidirse por nadie, Clarke le parecía un chiflado, “un loco que vive en un árbol”, pero consintió en reunirse con él, ante la insistencia de Caras, que lo consideraba un grande, aún por explotar, de su generación. Se supo, en adelante, que tras cuatro años de trabajo – en los dos primeros transformaron The Sentinel, el relato de entre los suyos que Kubrick seleccionó para construir, a partir de él, su película de extraterrestres, en la novela 2001: Una Odisea del Espacio en la que se basó el guión, aunque ésta se publicó posteriormente, para disgusto de Clarke que ya temía lo que ocurrió: que se pensara que el libro era una novelización de la película cuando fue una guía, y el punto de partida –, y por problemas de comunicación – en realidad, Kubrick no estaba dispuesto a aceptar ninguno de los consejos de Clarke, que creía en la narrativa clásica y apostaba por una voz en off que explicase lo que ocurría –, el director intentó sustituirle. Llamó a JG Ballard y a Michael Moorcock, pero la cosa no fue más allá.
El propio Moorcock relata, en un interesante artículo en NewStatesman, cómo ninguno de los dos hubiera estado dispuesto a aceptar porque hacerlo habría sido una horrible traición a Clarke. Kubrick hizo lo que le vino en gana de todas formas, a espaldas del escritor, que, en el primer pase de la película, abandonó la sala a los 11 minutos sintiéndose poderosamente estafado por el director que, sin embargo, lo había elegido a él de entre todos los demás. Después de todo, habían visto juntos un platillo volante, y aquello sólo podía ser una señal. Porque aunque Clarke – que aseguraba haber visto diez ovnis en su vida – tuvo claro desde el primer momento que el objeto brillante que habían visto, incluso a través del telescopio que Kubrick tenía en la azotea, podía y debía tratarse del satélite Echo, como finalmente dictaminó el informe que el Pentágono hizo llegar al director – él y Clarke habían rellenado un formulario de Air Force Technical Information –, también pensó que, si los extraterrestres habían llegado y lo habían hecho en aquel preciso instante, es decir, un instante después de que director y escritor se dieran la mano porque habían llegado al fin a un acuerdo y sí, lo siguiente que harían sería ponerse manos a la obra con la película, era para detenerles.
“Era demasiada casualidad. No habíamos hablado de otra cosa en el mes que hacía que nos conocíamos. ¿Existían o no los platillos volantes? Recuerdo que lo primero que pensé cuando lo vi fue que habían venido a impedir que rodásemos la película”, confesó, más tarde, el escritor. Kubrick debió pensar lo contrario. Ni siquiera cuando el informe del Pentágono confirmó que se trataba del satélite, dejó de creer que lo que habían visto era un platillo volante. Llegó a plantearse contratar una póliza de seguro para la película por si los marcianos llegaban a la Tierra antes del estreno de la cinta y lo fastidiaban todo. Pero era demasiado cara. Se salía del prespuesto. Así que se la jugó. “Cuando le conocí”, recordaba Clarke en una entrevista, “Stanley corría un riesgo serio de empezar a creer en platillos volantes. A veces pienso que llegué justo a tiempo de salvarle de tan horrible destino”. Y tal vez lo hiciera – después de todo, no contrató la póliza de seguro antimarciana –, pero dejó tras de sí un formulario de avistamiento – que estos días puede visitarse en Barcelona, como parte de la casi pensante exposición Stanley Kubrick – que podría (y debería) considerarse la más fascinante señal de predestinación que jamás ha existido.
Babelia
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