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Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Blanca Li presenta un canto coral de justificada conciencia ecologista

La coreógrafa granadina completa en 'Solstice' su vuelta a Suresnes y la tradición de danza urbana francesa

Un momento de 'Solstice'.
Un momento de 'Solstice'. J.P.Gandul (EFE)

SOLSTICE

Coreografía: Blanca Li; música: Tao Gutiérrez; vídeo: Charles Carcopino; luces: Caty Olive; vestuario: Laurent Mercier. Compañía Blanca Li. Teatros del Canal. Hasta el 3 de noviembre.

No es ocioso remontarse a las gestas de Suresnes y sus festivales de danza urbana francesa, todo aquello que comenzó sin timidez y con vocación integradora a mediados y finales de los años 80 del siglo pasado y que creció de la mano y con el apoyo de unos políticos visionarios (de los que ya no hay), la arrimada de hombro de los creadores del momento y la cobertura recibida de la prensa y el aparato crítico francés, entonces liderado para estas lides de estudiosos como Jean-Marc Adolphe, Marcelle Michel, Lise Brunel o Raphaël de Gubernatis; escritores de varias generaciones a los que encontraba siempre, año tras año, atendiendo a un movimiento que despertaba y crecía para quedarse en la amalgama de procesos coréuticos de las próximas décadas.

Sería muy útil leerles hoy de nuevo, y entenderíamos mejor a Blanca Li (Blanca María Gutiérrez Ortiz, Granada, 1964), su resistencia y su trayectoria hacia el sitio que ocupa dentro del cuadrante de la nouvelle danse française. Blanca Li regresó a Suresnes en 1999 con Macadam Macadam, un encargo de peso y con su propio poder estético, que la sitúa definitivamente a la cristalización de un estilo bastante singular que nuclea sus experiencias con la modern dance norteamericana, especialmente el método Graham y en paralelo su práctica en Harlem, concomitancia con las matrices del hip-hop.

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Solstice, la obra que ahora puede verse en los Teatros del Canal de Madrid, es una producción de formato medio-alto con 14 bailarines en escena, un músico y un despliegue formal muy esmerado. Es muy importante el aporte plástico de la escenografía, el vídeo, los trajes y la luz, todos de mérito y propulsando la comprensión poética de la substancia de esta obra, una especie de canto coral a los grandes retos a los que se enfrenta el hombre contemporáneo, desde el cambio climático a la conciencia ecológica. Nada mejor que el ambiente africanista para lanzar esa metáfora y sus alarmas.

Para entender dancísticamente la obra hay que desmenuzar el árbol de la plantilla. Por poner algunos ejemplos: el cubano Yacnoc Abreu Alfonso, formado en la escuela de danza moderna cubana; Iris Florentuny (que fue varios años bailarina en la Martha Graham Dance Company); el libanés Joseph Gebraël y sus maneras sinuosas; el albanés Genci Hasa (en principio de formación académica en la Ópera de Tirana, pero muy dúctil en escena); Yann Hervé (viene de la comedia musical); Lea Salomon (también académica); la japonesa Yui Sugano (que militó en la agrupación Käfig, otros héroes de Suresnes); el explosivo Victor Virnot y el músico de Costa de Marfil Bachin Sanogo (virtuoso del kamelé y con una envolvente media voz). Ellos son las materias químicas a las que se unen Gaël Rougegrez, Aurore Indaburu y Samir M’Kirech (un héroe físico que militó en DV8 Physical Theatre bajo las órdenes de Lloyd Newson y con Franck Chartier en Peeping Tom), veteranos junto a Blanca y su tropa.

Con ellos fragua la granadina su guiso, más bien pócima mágica y comunicativa que se resume en un canto a veces esteticista u otras inútilmente extendido: sobra metraje, lo que resta impacto y valor a algunas escenas. Aire, agua, tierra: una especie de Victoria de Samotracia evanescente cruza el escenario como una advertencia tan trágica como clásica y lírica. El público aplaudió largamente a los artistas. 

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