Dakis Joannou: “Un museo repleto de obras maestras es algo muy aburrido”
El empresario y coleccionista cree que “confundir el precio de una pieza con su valor artístico es un cambio negativo”
Puede parecer excéntrico. Y lo es. Puede parecer extravagante. Y también lo es. Pero el monumental yate de Dakis Joannou no tiene nada de superficial y sí mucho de audaz, de contracultural y de extraordinario. Es difícil hallar a lo largo de los 35 metros de eslora de la nave un detalle que no sea único, y faltaría más: su dueño —coleccionista heterodoxo— ha impreso la marca de su carácter a cada rincón. Quizá no sería imprescindible en otro coleccionista de élite, pero lo es en el caso de este empresario a quien el tiempo parece volver más elegante.
EL PAÍS ha visitado su casa de verano, una fabulosa vivienda ecléctica, y, como en el magnífico yate creado por dos monstruos sagrados como Jeff Koons e Ivana Porfiri, todo luce aquí personal y sumamente cálido. Los muebles de diseño y el arte contemporáneo que adquirió cuando sus autores no eran ni conocidos ni cotizados, y que tanto vigor aportan, completan el triángulo virtuoso, cuyo último vértice es la humana arquitectura de la casa y la mística arquitectura que algún ser superior ha arrojado sobre el paisaje de la isla de Corfú. Con un aire relajado, Joannou, un grecochipriota próspero como coleccionista y hombre de negocios, responde a cada pregunta con un espontáneo aire didáctico.
“Coleccionar y compartir mi arte con la gente, algo que se materializaría a través de la Fundación Deste, en Ginebra, ha sido lo que más me ha importado. ¿Y sabe? Para mí, coleccionar no siempre fue algo deseable ni interesante”, sorprende de inmediato. Y continúa: “Fue mi querido Pierre Restany quien, en un almuerzo frente al mar en 1982, me dio la idea de comenzar una fundación, y desde entonces mi interés fue creciendo, porque en los años sesenta el arte me gustaba, pero de un modo más personal y menos especializado. Después, otros amigos se involucraron y permitieron que aquella semilla creciera. Hasta que en una galería del East Village neoyorquino, en 1985, me sentí fascinado por una pieza por la que pedían 3.000 dólares. Y bueno. Pedí un descuento, me lo concedieron y reservé la instalación, aunque no quise comprarla hasta conocer al artista, con quien me llevé muy bien y conversé largas horas en su taller. Era Jeff Koons, hoy un gran amigo”.
Hoy, Koons es también una de las piezas medulares de una colección en la que figuran centenares de obras, la mayoría de otros grandes del arte contemporáneo como Robert Gober, Maurizio Cattelan, Anish Kapoor, Sarah Morris y Pawel Althamer.
“Solo me di cuenta de que tenía una colección varios años después de aquel inicio”, agrega Joannou, quien subraya que la reacción del público a las primeras exhibiciones de Jeffrey, como llama a Koons, empezó siendo escéptica. “Coleccionar es una manera de comunicarme y un recordatorio de quién soy y qué estoy haciendo. Pero, sobre todo, es parte de un interés mucho más amplio que tengo por el arte, por conectarme y dialogar con artistas que, si no conociera, de ningún modo coleccionaría”. Antes de terminar la charla, define su curiosa pasión por la moda y por los muebles, donde sobresale Ettore Sottsass, como una continuación natural de su pasión primigenia.
Respecto a la forma en que en los últimos 20 años algunos coleccionistas, sumados a las casas de subastas y a un puñado de grandes galerías, han confluido para hacer del mercado del arte uno prácticamente inaccesible, opina: “Este es un cambio negativo, porque se confunde el precio de una obra con su valor artístico, cuando son dos cosas bien diferentes. Ahora parecería que lo importante es que todo sea caro o, de lo contrario, entrar en una espiral especulativa para conseguir artistas nuevos que valgan muy poco y puedan volar alto. Así que este ya es un problema social, pues la llamémosle clase media del mundo del arte contemporáneo tiende a desaparecer. Y esto nos empobrece a todos porque perdemos voces y porque la riqueza se construye de una polifonía en la que hay lugar tanto para los jóvenes como para los maestros. Ocurre que un museo repleto de obras maestras es algo muy aburrido”.
—¿Hay una solución para esta pérdida?
—Es difícil pensar que sí. Nadie asume la responsabilidad por el fenómeno. En Estados Unidos, el Estado se involucra menos en la gestión de los museos que en Europa. Y, por otro lado, demasiados museos se preocupan más por el número de visitantes que por la calidad de las muestras. Así que no es un tema sencillo, puesto que, encima, las galerías perdieron aquel relacionamiento de promoción y contacto cercano que tenían con el artista y se están convirtiendo cada vez más en dealers. Aunque, todo debe ser dicho, las ferias de calidad han mejorado enormemente. Pero luego, como si lo anterior no bastara, hay artistas sobrepasados que deben producir todo el tiempo, y eso no es natural porque deberían descansar para crear mejor.
—¿Y ha pensado qué sucederá con su colección una vez que usted ya no esté?
—Donarla a un museo no tiene un sentido, porque pierde su espíritu y cada autor pasa a ser clasificado bajo la letra que corresponda con su apellido. He dado algunas obras importantes y aisladas a algunos museos, sí, pero la verdad es que no he decidido qué haré. A mis hijos y a mis nietos les gusta mucho el arte, pese a lo cual no comparten ni mi pasión ni mi compromiso por el coleccionismo.
—Un compromiso que, ¿cómo ha reafirmado?
—Primero, adquiriendo más obras de los de siempre, como Maurizio Cattelan. Y luego con algunos artistas que se están desarrollando y en los que realmente creo, como Kaari Upson y Julian Ziólkowski.
Babelia
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