María Lavalle, el orgullo del sur frente a la arrogancia norteña
La cantante argentina busca en su séptimo disco las conexiones entre las dos orillas atlánticas y adelanta su compromiso con el Trío Arbós
Pasan los años y el tiempo no deja de cundirle a María Lavalle. Son ya siete los álbumes que atesora esta intérprete argentina afincada a la vera del Retiro madrileño, cada vez más afianzada por causa y efecto de la experiencia o, si se prefiere, el empaque. El último de esos hitos, que en Madrid adquiría corporeidad escénica anoche en el casi repleto Teatro de la Abadía, lleva por título un esclarecedor Canto al Sur y constituye, en efecto, el refrendo del amor de María por algunos de los más grandes compositores que han dado las tierras sudamericanas (empezando por Piazzolla), pero también de la Europa meridional.
La solvencia artística no se mide solo en primera persona, sino en la capacidad del cabeza de cartel para rodearse de acompañantes óptimos y en su talante generoso a la hora de cederles una cuota relevante de protagonismo, un margen de maniobra. Lavalle sabe que ninguna voz (salvo excepciones descomunales) se basta para erigir un espectáculo sin un ropaje idóneo, así que siempre ha sabido encontrar compañeros de viaje versátiles y bien documentados. No es Canto al sur una excepción, desde luego, por cuanto ayer hasta tres guitarristas (Rafael Andújar, Antonio Reyes y Manuel Lavandera) destacaron a su vera como encauzadores y responsables del cobijo sonoro pertinente.
El aliciente de mayor enjundia radica esta vez en la presencia del Trío Arbós, todo un referente en los círculos clásicos. María, que ya debe de andar tramando algo con ellos, no resistió las ganas de convocarlos y presentar en el epicentro del espectáculo hasta tres interpretaciones conjuntas: un tango de Piazzolla, una chanson de Leo Ferré y un fado de Amália Rodrigues. Bromas, bien se ve, las justas: más bien, la constatación de un espíritu inquieto, ávido, indagador. Nuestra sureña remata un proyecto y, alérgica a los laureles, ya parece estar pensando en el siguiente.
Adoptó porte orgulloso Lavalle, incluso solemne, para proclamarse hija del sur y rara avis. “Los sureños vamos a contracorriente, pero a mí me gustan las minorías, la porfía y lo alternativo, los ecos anónimos, la inmensidad de las cosas pequeñas”, reivindicó sin alzar la voz pero enarbolando los más íntimos sentimientos. Por eso mostró su afinidad hacia géneros como la milonga (Con pena mulata, Milonga de pelo largo) y rescató la no muy divulgada conexión entre Argentina y el continente negro. Porque cerca de un tercio de la población del cono sur era de origen africano en torno a 1810, insistió, y de aquella integración proviene el candombe, antecesor inmediato y evidente del tango. Lo refrenda ese Tango negro del desaparecido Juan Carlos Cáceres, con un tarareo casi tribal y un final en eufórico crescendo.
Gesto adusto y sereno, mirada al cielo, concentración ante un material que le concierne y nos trasciende. María Lavalle ama su oficio y transmite un compromiso orgulloso. Se dirige a nosotros desde su sempiterna banqueta alta, que aporta siempre un aire de humildad frente a la connotación mayestática que implicaría permanecer en pie ante un público que la contempla sentado. Mejor preservar la cercanía, desde luego. Y convocar el espíritu eterno y elocuente de los versos que nos legó el inmortal Astor Piazzolla: “Vuelvo al sur, como se vuelve siempre al amor (...) / Soy del sur, como los aires del bandoneón”.
“Una tiene derecho a ser cursi y afrancesada”, se jactó Lavalle antes de adentrarse en las conexiones entre Ferré y el poeta Baudelaire. Hace bien ella en ser quien es, incluso aplicando una pizca de humor. Sin ambages ni disfraces, con naturalidad y porte donoso. El sur de María también alcanza tierras ibéricas (Chicho Sánchez Ferlosio, Javier Krahe) y el hallazgo de ese Tango viejo de Haris Alexiou tamizado por el lirismo melódico de la canadiense Loreena McKennitt. Haris, María, Loreena: una intercontinental confluencia femenina. Y la evidencia de que no hace falta recalar. Ineludiblemente, en el arrogante norte para concitar la atención de su fiel audiencia.
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