La persistencia de la memoria
Stefan Hertmans recrea en 'Guerra y trementina' la vida de su abuelo Urbain a partir de unos diarios e interpreta con audacia los sentimientos de su antepasado a la luz de los suyos
Aunque las fronteras entre memoria personal y autobiografía parezcan estar claras, quienes, de una u otra forma, ensayan la investigación sobre su pasado suelen acabar enredándose en una especie de terapia literaria. De modo que los sentimientos y los hechos se confunden y la imaginación aporta lo que la memoria no había sido capaz de retener. Yo mismo he padecido, o quizás disfrutado, esa experiencia, patente en el libro de Stefan Hertmans, Guerra y trementina. La originalidad de su experimento reside, sin embargo, en su empeño por contar la vida de otro desde la influencia que ha supuesto en la suya propia. A partir de la lectura de unos cuadernos manuscritos que su abuelo le entregara antes de morir, el autor recrea la historia de sus antepasados. Bucea por eso en acontecimientos menores, detalles tal vez nimios: un reloj transmitido de generación en generación, unas postales abandonadas en el fondo de un armario, una piedra coloreada durante una excursión a Italia, el devenir de una saga marcada por la lucha contra la desilusión. Cuestiones aparentemente anecdóticas que cobran su sentido con el devenir del tiempo y que él no supo interpretar en la niñez. Su narración del pasado familiar es en realidad una indagación sobre su propio yo, pues él mismo explica que “el abismo que nos separa de nuestros abuelos es el espacio en el que libramos la batalla por una singularidad ilusoria, y la distancia en el tiempo nos hace creer que en ellos se oculta una verdad más profunda que en aquello que aprendemos de nuestros padres”. Esta es una constante mucho más extendida de lo que pueda imaginarse, de fácil comprobación empírica.
A partir de semejante reflexión describe la singular historia de un hombre aparentemente vulgar, hijo de un pintor de iglesias, pintor él mismo tras dedicarse a otros muchos oficios, entre ellos el de la milicia. Herido repetidas veces durante la Gran Guerra en la defensa de Bélgica contra la invasión alemana, encontró en el dibujo, también en su amor a la música, un consuelo frente a la frustración del amor perdido y el sufrimiento físico impuesto en el trabajo y en la trinchera. Todo el libro es una recreación de los diarios de aquel hombre, que Hertmans solo leyó muchos años después de haberlos recibido. Sobre las descripciones de los cuadernos, el autor se dedicó a una tarea de investigación, visitó los lugares allí descritos, hurgó en sus propios recuerdos, revisitó sus experiencias a la luz de la experiencia ajena y fue tan audaz como para interpretar los sentimientos de su abuelo Urbain a la luz de sus propios sentimientos. El resultado es una biografía novelada, escrita muchas veces en primera persona, que nos descubre el pálpito de un pueblo dividido por dos lenguas, desde la visión de un neerlandés abrumado desde niño por la arrogancia de los valones. Es también un libro de memorias en donde se funden, como si de un solo personaje se tratara, las del abuelo y las del nieto. Este descubre el significado recóndito de pequeñas anécdotas y olores de su infancia que le ilustran con el pasar de los años sobre su verdadero carácter y personalidad. La lectura de sus cuadernos “vino a desvelarme también el secreto histórico de mi propia vida”, confiesa, y tan esto es así que el lector no acaba de saber muchas veces quién es el protagonista de la acción.
Los relojes y los lugares tienen una singular presencia durante todo el relato, porque “los lugares no son solo espacio, también son tiempo”. Tal aseveración, en un libro plagado de referencias literarias y opiniones sobre el arte, me hizo evocar el lienzo de los relojes blandos de Dalí, cuyo título real es La persistencia de la memoria. Se trata de un cuadro consecuente con la teoría de la relatividad de Einstein y las presunciones de san Agustín sobre el tiempo como una cuarta dimensión integrada en la definición del propio espacio. La persistencia de la memoria de Stefan Hertmans está depositada en los cuadros de su abuelo, la soberbia imitación del hombre con el yelmo de oro que un día se atribuyó a Rembrandt; los autorretratos inexpresivos que a él le recuerdan la obra del aduanero Rousseau; el souvenir esbozado en una piedra que Urbain encontró en la playa de Rapallo, la misma villa en la que Nietzsche concibió la epopeya de Zaratustra, Ezra Pound escribió sus cantos, Yeats divagó sobre astrología, y Kokoschka inmortalizó en una de sus pinturas. En su transformación a lo largo de los años, los lugares describen el pasado mejor que los relatos, funcionan como notarios de la realidad y testigos de nuestra historia.
Guerra y trementina es un libro de una belleza rara en el que anida, apenas perceptible, un sentimiento europeísta anclado en la cultura de los Países Bajos. La belleza de sus descripciones nos llega gracias al espléndido trabajo como traductor de Gonzalo Fernández Gómez. Lo delicado de su reflexión y un expresionista relato de la aventura del viejo soldado, dado por muerto una y otra vez sobre el lodo de las trincheras de una guerra que no comprendía, logran componer una obra de arte de calidad extraordinaria. Capaz de estremecernos cuando resume el final de la existencia del abuelo Urbain. “Atrapado como un animal herido, abierto de pies y manos como una bestia desollada, exhaló el último suspiro”.
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Autor: Stefan Hertmans (traducción de Gonzalo Fernández).
Editorial: Anagrama (2018).
Formato: tapa blanda y versión Kindle (368 páginas).
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