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Columna
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Hotel

Las circunstancias materiales obligaron a los miembros de la Escuela de Fráncfort, la mayoría miembros de la minoría germanojudía, a no parar de hacer y deshacer maletas

Para exorcizar a sus escurridizos colegas de la Escuela de Fráncfort que no se avenían al compromiso político militante, el filósofo comunista húngaro Giörgy Lukács (1885-1971) les acusó malévolamente de ser residentes de un imaginario Gran Hotel Abismo, donde se contemplaba un desértico paisaje de vacuidad. Entre los así calificados se encontraban por aquel entonces un grupo de intelectuales del fuste de T. W. Adorno, Max Horkheimer, Walter Benjamin, Herbert Marcuse, Erich Fromm o Frederick Pollock, todos los cuales fueron alcanzando una merecida nombradía a lo largo del siglo XX y parte del actual. En realidad, la despectiva ironía de Lukács frente a ellos se debió, más que a una polaridad ideológica, al hecho de que ninguno de ellos se afiliase a un partido político y rehusasen pasar a la acción directa; vamos: que se limitasen a un ejercicio crítico diletante. Retomando el aliento, confesaré que la parrafada anterior viene al caso por la publicación en nuestra lengua del libro titulado precisamente Gran Hotel Abismo. Biografía coral de la Escuela de Fráncfort (Turner Noema), del ensayista británico Stuart Jeffries, donde no solo se relata la historia de cada uno de sus componentes, sino que merecidamente lleva su contemplación póstuma del abismo hasta la actualidad.

En este sentido, salvando la reluctancia maliciosa de Lukács, la ventaja de abarcar un amplísimo horizonte hasta su inescrutable fondo es que no solo te fijas en lo que tienes justo delante de tus narices, sino, como se dice castizamente, te facultas en “verlas venir”; es decir: en observar no lo que pasa, sino lo que, dadas las circunstancias, ha de pasar. Por de pronto, las circunstancias materiales obligaron a los miembros de esta Escuela, la mayoría miembros de la minoría germano-judía a no parar de hacer y deshacer maletas y estar continuamente trasnochando en hoteles y fondas de diversos países, sin que algún despistado dejase de fallecer en el movido ínterin, pero esta divagación contemplativa fue aguzando su sentido crítico. Es verdad que tardaron en encontrar una audiencia propicia, pero, “más vale tarde que nunca”, su alargada visión histórica les fue poniendo en el candelero público hasta el final de sus vidas e incluso después, como lo acredita el reciente ensayo que da pie a este comentario. Su primer campanazo internacional lo dieron durante el mítico Mayo de 1968 y, desde entonces, gran parte del vocabulario crítico del pensamiento contemporáneo está marcado por su sello mental. Sin ellos, ni se habría puesto en entredicho un concepto restrictivo de la “racionalidad instrumental”, ni hablaríamos de “sociedad de consumo”, ni de “industria cultural de masas”, ni de “memoria histórica”, ni de “reificación”, ni del “aura de la obra de arte única” y su “multiplicación”, ni de tantas otras cosas que forman parte del vocabulario crítico actual sin saber de dónde proceden.

En este sentido, es muy necesario y ajustado el comentario final de Stuart Jeffries en relación con la actual alienante cultura de la Red: “En tal cultura a la carta, que elimina el descubrimiento casual, se burla de la dignidad y convierte la liberación humana en una posibilidad aterradora, los mejores escritos de la Escuela de Fráncfort tienen mucho que enseñarnos”. De manera que, en efecto, no estuvo del todo mal alojarse en el Gran Hotel Abismo para pensar cómo librarnos de una cerrada sociedad autosatisfecha solo comprometida con su tecnológica reproducción.

Más información
De la teoría crítica a la ética del discurso
La Escuela de Fráncfort y el ‘cóctel Molotov’

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