Israel Galván somete al ruedo
El bailaor sevillano inaugura la Bienal con una revisión de su obra 'Arena' en la Plaza de la Maestranza
Tarde sin toros y, sin embargo, el coliseo hispalense conservaba su aliento taurino, el que traía el trabajo con el que Israel Galván homenajeó a ese mundo. Catorce años desde su presentación, pero la revisión que su autor presentaba adquiría una cierta condición de estreno, tal era la dimensión del desafío: ponerla en escena sobre el mismo albero, en el anillo consagrado al arte de la tauromaquia. El escenario resultaba un reto en sí mismo. El bailaor enfrentado a la soledad de tan vasto espacio y, a la vez, a las miles de personas agolpadas en los tendidos. Y más cuando el programa se abre con la cita de Luis Miguel Dominguín: "El público es la muerte".
Es tan solo una de las dialécticas a las que el bailaor se enfrenta. Está también la búsqueda de un equilibrio entre la fidelidad al original y la evolución que su autor ha experimentado en este tiempo. Porque demostrado está que este artista es alérgico al confort, y arriesga en cada ocasión hasta dar una vuelta de tuerca más a su creación. Este revisado Arena no fue ajeno a ese aspecto y en algunos de sus seis actos se pudieron integrar elementos o incluso estados de ánimo provenientes de obras de sus últimos años. Sería el caso del quinto cuadro que, por momentos, remite a La curva (2010) o a La fiesta (2017), mientras que el cuadro postrero trasladaba el espíritu lúdico y divertido de Fla-co-men (2014).
'Arena'
Coreografía y baile: Israel Galván.
Dirección artística: Israel Galván, Pedro G. Romero. Cante: David Lagos, Jesús Méndez, Kiki Morente, Niño de Elche. Guitarra: Alfredo Lagos. Palmas y Coros: Los Mellis. Percusión: Antonio Moreno (Proyecto Lorca). Cuarteto de percusión: Agustín Jiménez, Darío Vallecillo, Eugenio García, Gilles Midoux. Piano: Sylvie Courvoisier. Saxos y Gaita del Gastor: Juan M. Jiménez (Proyecto Lorca). Banda: Los Sones.
Plaza de Toros de la Real Maestranza. Viernes 7 de septiembre de 2018.
Cada una de las seis coreografías, como los toros de una corrida, recibirán un tratamiento, una lidia bien diferenciada. Todas dedicadas y con nombre de toro son introducidas por los cantes de Kiki Morente, que desde el tendido 3 evoca a su padre, Enrique, con las músicas que este compuso para la obra original. La soledad se hace especialmente palpable en el primer cuadro, en el que la levedad de unos cantes de carácter popular se oponen al zapateado del bailaor. Sus pies, descalzos sobre la arena, adquieren una gravedad telúrica con efectos sonoros. En el segundo, que contiene las imágenes más icónicas de la obra, el artista se crece en un doble diálogo con el cuarteto de percusiones —admirable la sincronía— y con esa especie de mecedora que bien puede convertirse en un astado. A continuación, derroche de baile para fortuna de los espectadores del tercer tendido que lo pudo disfrutar muy de cerca, cosas de un espectáculo a trescientos sesenta grados. Unas alegrías que el bailaor hace y deshace a su antojo para exponer la esencia del baile que lo hizo reconocible. En el cuarto cuadro, introducido por unas bulerías al golpe, Galván daría su particular vuelta al ruedo bailando sobre albero, madera, metal y contra un burladero.
El desarrollo de la obra obliga a una atención que, necesariamente, decaerá por su propia extensión y, tal vez, porque el esfuerzo de producción, que se antoja titánico, no logrará sortear del todo los inconvenientes del marco y sus dimensiones. La visión, según tendidos, será en ocasiones muy lejana. Se añade una cierta sensación de deja vú en algunos momentos. La tensión también desciende por el propio carácter de un cuadro como el quinto, que situado casi al final, aporta poco más que el piano de Courvoisier. La épica ha vuelto a tentar al artista con esta revisión que tal vez sea la última. O no, tratándose de Israel Galván.
Babelia
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