Tom Wolfe contra Chomsky
En su último ensayo el periodista y escritor, fallecido en mayo, carga contra el revolucionario lingüista
En la comunidad científica nadie había visto ni oído hablar siquiera de una hazaña parecida. En solo cinco años, de 1953 a 1957, un licenciado de la Universidad de Pensilvania, un estudiante de doctorado de poco más de 20 años, se había apoderado de todo un ámbito de estudio, la lingüística, transformándola de arriba abajo, endureciendo esa presunta ciencia social tan esponjosa y convirtiéndola en una ciencia de verdad, una ciencia dura, a la que puso su nombre: Noam Chomsky.
Oficialmente, según su expediente académico, estaba matriculado en la Universidad de Pensilvania, donde se había licenciado. Pero por la noche y en el fondo de su corazón vivía en Boston, donde era miembro de la Harvard’s Society of Fellows y se forjaba una reputación mientras trabajaba en su tesis doctoral para la Universidad de Pensilvania.
En el carisma de Chomsky no había nada elegante. Hablaba en tono monocorde y nunca alzaba la voz, pero de sus ojos emanaba una autoridad absoluta
En aquellos momentos, a mediados de los años cincuenta, se estaba en el punto álgido de la “cientificación” que se había puesto de moda a raíz de la Segunda Guerra Mundial. ¡Hay que ponerla dura! Hagáis lo que hagáis, que tenga aspecto científico. ¡Quitaos de encima el estigma de estudiar una “ciencia social”! Para entonces, “social” significaba “atontado”. Los sociólogos debían observar y registrar, por ejemplo, horas de conversaciones, reuniones, conferencias, manifestaciones objetivas de inquietudes sobre la posición social, y “endurecer” dicha información convirtiéndola en algoritmos llenos de símbolos de cálculo que le daban apariencia de exactitud matemática, y fracasaron por completo en el intento. Solo Chomsky lo consiguió, en lingüística, transformando a todos —o casi todos— los pensadores blandengues en científicos puros y duros. Incluso antes de concluir el doctorado, lo invitaron a dar una conferencia en la Universidad de Chicago y en Yale, donde presentó una teoría del lenguaje radicalmente nueva. El lenguaje no era algo que se aprendía, se venía al mundo dotado de un “órgano del lenguaje”. Entraba en funcionamiento en el momento de nacer, del mismo modo en que el corazón y los riñones ya latían, filtraban y excretaban.
A Chomsky no le importaba cuál fuera la lengua materna de un niño. Cualquiera que fuese, el órgano del lenguaje de cada niño podía utilizar la “estructura profunda”, la “gramática universal” y el “dispositivo de adquisición del lenguaje” con los que había nacido para expresar lo que tuviera que decir, prescindiendo de que saliera de sus labios en inglés, urdu o naga. Por eso —afirmaba Chomsky una y otra vez— los niños empezaban a hablar tan pronto… y tan correctamente desde el punto de vista gramatical. Nacían con el órgano del lenguaje en su sitio y con el botón de funcionamiento en on. Por lo general, a los dos años de edad eran capaces de articular frases enteras y crear oraciones completamente originales. El “órgano”…, la “estructura profunda”…, la “gramática universal”…, el “dispositivo”…: tal como lo explicaba Chomsky, el sistema era físico, empírico, orgánico, biológico. La capacidad del órgano del lenguaje enviaba la gramática universal a través de los conductos de la estructura lingual profunda para alimentar al LAD, como todo el mundo llamaba en aquel campo al “Dispositivo de Adquisición del Lenguaje” que Chomsky había descubierto.
Dos años después, en 1957, ya cumplidos los 28, Chomsky recopiló todo eso en un libro con el impenetrable título de Estructuras sintácticas, con el que emprendió el camino para convertirse en la figura más importante de los 150 años de la historia de la lingüística. Llevó la disciplina bajo techo y la volvió del revés. Había miles de lenguas en la Tierra, que a los terrícolas les parecía una imposible Babel de proporciones bíblicas.
Y ahí era donde aparecía el lingüista marciano de Chomsky, que pronto se haría famoso. Un lingüista marciano que llegara a la Tierra, repetía él…, muchas veces…, muchas veces…, comprendería de inmediato que todas las lenguas del planeta eran la misma, con solo algunas peculiaridades locales de menor importancia. Y ese marciano llegaba a la Tierra en casi todas las charlas que Chomsky daba sobre lenguaje.
Solo a regañadientes soportaba Chomsky a los lingüistas tradicionales que, como Swadesh, consideraban fundamental el trabajo de campo y acababan en sitios primitivos, saliendo de la alta hierba mientras se subían los pantalones. Eran como los papamoscas normales y corrientes de los tiempos de Darwin, que aparecían de buenas a primeras con la bolsa llena de hechos insignificantes y propagando su adorada fluidez políglota, al estilo de Swadesh. (…)
Chomsky tenía una personalidad y un carisma semejantes a los de Georges Cuvier en la Francia de comienzos del siglo XIX. Cuvier orquestaba su beligerancia a partir de pacíficos razonamientos para llegar a estallidos de furia calculados al milímetro y articulados con elegancia. En cambio, en el carisma de Chomsky no había nada elegante. Hablaba en tono monocorde y nunca alzaba la voz, pero de sus ojos emanaba una autoridad absoluta y su mirada atravesaba como un láser a su contrincante. (…)
La idea chomskiana del “órgano del lenguaje” creó un gran revuelo entre los jóvenes lingüistas. Con él, la disciplina parecía más noble, más rigurosamente estructurada, más científica, más conceptual, más platónica, y no solo un enorme montón de páginas apiladas que los estudiosos de campo traían de sitios que nunca se había oído mencionar…; la lingüística ya no significaba hacer trabajos de campo entre pueblos primi…, ejem…, poblaciones indígenas… cuya existencia nadie imaginaba siquiera. (…)
Noam Chomsky se convirtió en una autoridad a la que, en su ámbito científico, nadie se atrevía a tomar en broma. En el único caso registrado de alguien que se enfrentó con él sobre la cuestión del órgano del lenguaje, Chomsky se las ingenió para salir airoso. El escritor John Gliedman le formuló la Pregunta. ¿Acaso afirmaba que había encontrado una parte de la anatomía humana en la que ningún anatomista, internista, cirujano o patólogo del mundo había puesto los ojos alguna vez?
No se trataba de poner los ojos en ella, señaló Chomsky, porque el órgano del lenguaje estaba situado en el interior del cerebro.
¿Estaba diciendo que un órgano, el del lenguaje, estaba dentro de otro órgano, en el cerebro? Pero los órganos son por definición entidades diferenciadas. “¿Hay un sitio especial en el cerebro y una especie de estructura neurológica particular que incluya el órgano del lenguaje?”, inquirió Gliedman.
“Poco se sabe de los sistemas cognitivos y su base neurológica”, repuso Chomsky. “Pero, al parecer, la representación y el uso del lenguaje implican estructuras neurales específicas, aunque su naturaleza aún no se comprende bien”.
Extracto de El reino del lenguaje (Anagrama) ensayo publicado en España el 5 de septiembre.
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