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DIARIO DEL TURISTA ENAMORADO | Y 13
Columna
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Madrid

Joan quería ver el Reina Sofía, pero le dije que los museos son obras de arte que hablan de la muerte

Manuel Vilas
MARCOS BALFAGÓN

Entramos en Madrid y lo hicimos por las radiales deficitarias. Por la desértica R-4. Le conté a Joan qué eran las radiales madrileñas. Me pareció digno de mi amor tener un detalle con José María Aznar y dar una propina a estas autopistas ruinosas que abofetean las proximidades de la capital y los bolsillos de los españoles. Los pobres españoles que siempre serán pobres, porque es bueno ser pobre y es cristiano y es, sobre todo, muy español. Pensé que había que apoyar el déficit público. Y con este gesto, me volví a sentir el turista enamorado. Me sentí bien dándole una limosna a los gastos faraónicos de una España que ya no volverá. Es como si viera a José María Aznar pidiendo en una esquina de la calle del Pez y le diera 50 céntimos de euro para chuches. Joan se reía y bajó la ventanilla del Opel Manta. Y dijo en un español macarrónico una expresión que habría oído por ahí “tío, eres la hostia”. Me cogió de la mano, y casi nos chocamos contra un camión alemán que transportaba una docena de Volkswagen que fulgían al calor de la tarde. Subimos por la Gran Vía y vimos las obras medio paradas, las vallas, las grúas, los obreros asados a fuego lento. Todo esto será peatonal, le dije a Joan. Qué hermosa es Madrid, dijo Joan. Aparqué el Opel Manta donde pude, porque el parking cuesta una fortuna. Y nos fuimos a comer un bocadillo de calamares en un bar que está cerca del Museo Reina Sofía. Veía las rabas de calamar colgar de los labios de Joan, y sus dedos pelirrojos se llenaban de aceite de fritanga, y me sentía con ganas de besarla, pero no lo hice, para qué hacerlo, mejor verla comer los calamares, era más hermoso. Joan quería ver el Reina Sofía, pero le dije que los museos son obras de arte que hablan de la muerte, y para qué ver eso teniendo delante la vida de Madrid. Ya me estaba volviendo a enamorar. Que no hubiera nadie en Madrid, salvo los guiris, me aceleraba el corazón. Las inmensas avenidas, los semáforos en lo alto, como mástiles que ordenan nuestra vida urbana, los taxis blancos, siempre blancos en símbolo de pureza y de buen rollo, la estatua de la Cibeles rodeada de armonía y de leyenda, la Puerta de Alcalá que nos recibía a Joan y a mí, que veníamos del Sur de España. Anduvimos Madrid cogidos de la mano. Es la ciudad más hermosa del universo, le decía a Joan. Y Joan quería comerse otro bocadillo de calamares. Y la llevé a un sitio maravilloso, que está junto al Retiro, que se llama La mejor tarta de chocolate del mundo. Es un bar muy pequeño, hay que bajar unas escaleras. Y allí estaba esperándome mi dulce favorito: es portugués y se llama Pao de Ló. Cada mordisco que dábamos en el Pao de Ló nos convertía en turistas inmortales. Tomamos dos raciones en la terraza, y nos costaron 10 euros las dos. Fui muy feliz porque pagó Joan. Pedimos, para ahorrar, dos vasos de agua con hielo. Caía la noche. Nos dimos un beso en la mejilla porque nos pareció más original. Nos fuimos al Retiro. Nos tumbamos en la hierba, bajo los árboles, y nos dormimos como si fuéramos dos ángeles o dos mendigos.

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