La alta noche
Para mí, el verano adolescente empezaba ya en la subida del Escudo, a la altura del pantano del Ebro
“Este año el verano cayó en jueves” —decían mis amigos cuando llegaba el primer día de estío, tras días de lluvia y vientos flojos de poniente—.
El giro al nordeste barría las nubes, entonces la gente corría a las playas como si se fuera a acabar el mundo:
¡Está abriendo, está abriendo!
El jersey en la cintura aseguraba el paseo vespertino. El atardecer hacía que se encendieran los farolillos de verbena y los breves noviazgos. La noche de verano está llena de luces y promesas.
Hoy sucede lo mismo que ayer. El hoy es un ayer tardío, y hoy llueve como llovía, la diferencia es que nos mojamos de distinta manera.
Para mí, el verano adolescente empezaba ya en la subida del Escudo, a la altura del pantano del Ebro. Si hacía mucho calor, sobre la superficie de las aguas aparecían unas cabezas flotantes que, para algunos, eran como focas dándose un baño.
En realidad eran decenas y decenas de vacas que se refrescaban del calor inclemente metiéndose en al agua como bañistas recatadas y pacíficas.
Por aquellos valles solían andar algunos mochileros, entre ellos, mi amigo Thomas, funcionario de correos de Múnich. En mi viaje, solía hacer un alto para buscarle entre las piedras hincadas y los altares celtas, por entonces ya pintados con espráis de colores ácidos. Aunque la niebla del pantano era muy frecuente en el lugar, a alguna hora de la noche, se descorría y quedaba un cielo raso con miríadas de estrellas sobre los montes y las praderas.
Según San Juan, Dios creó el mundo con la Palabra —decía Thomas— No había nada antes. Dijo, “hágase la luz, y la luz fue hecha”.
Tumbados sobre el heno recién cortado fumábamos y charlábamos.
¿Por qué hay algo en vez de haber nada?
Thomas sostenía que el mundo podía hacerse desaparecer de nuestros ojos y mente por una combinación de palabras, de la misma manera que había aparecido.
Siempre que se acierte con la frase adecuada.
Y lanzaba exclamaciones en las más diversas lenguas. Solía repetir algo así como Scha-ma- yin, que quería decir cielo, en hebreo.
El mundo no desaparecía, pero poco a poco volvía a subir la niebla del pantano. Y las viejas osas del cielo se esfumaban tras las nubes, lo mismo que los lácteos caminos de la noche.
Mañana va a llover.
Y, después de todo, ¿qué tiene de malo la lluvia?
Babelia
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