Vigilando desde la orilla
Socorristas de Benidorm, la Costa da Morte y Madrid explican el día a día de su profesión, de vigilar a los bañistas a los infartos, pasando por rescatar a niños perdidos o a nadadores que se sienten muy sobrados
Están ahí, en las playas, en las piscinas, en los pantanos... Se dedican a vigilar, a advertir, a aliviar picaduras de medusas, a encontrar a niños perdidos, a sacar del agua a imprudentes, a salvar vidas... La figura del socorrista forma parte del verano hasta el punto de que puede llegar a integrarse en el paisaje y pasar inadvertida. O bien resulta tan familiar que el padre se llegue a tomar la confianza de pedirle que eche un vistazo a los chiquillos mientras se va al chiringuito, el abuelo se acerque a la posta para que, ya que no pasa nada ahora, le tomen la tensión, o el niñato se haga el gracioso delante de su tropa con su súplica del boca a boca. La relación entre socorristas y bañistas no siempre es fácil.
En España hay 6.000 socorristas federados este año, si bien su número es mucho mayor porque no es obligatorio inscribirse y las competencias están tan repartidas entre las autonomías y los ayuntamientos, como proliferan los cursos, algunos de formación profesional, públicos y privados. No hay una normativa estatal que unifique criterios.
Sí hay una reclamación: la de un mayor reconocimiento a su labor y a su relación con la gente, a tenor de los testimonios recogidos en las concurridas playas de Benidorm, las peligrosas aguas de la gallega Costa da Morte y la más tranquila piscina municipal del barrio madrileño de Vallecas.
Playas de Benidorm (Alicante). Aseguran los socorristas de la gran capital del turismo de Alicante que es más seguro estar en una de sus playas que en tu propia casa. Sobre todo, para aquellos que padezca un ataque al corazón. “Tenemos 11 desfibriladores y cuatro ambulancias y cinco enfermeros preparados”, cuenta el jefe de todos ellos, Antonio Zamora, que dirige a unas 60 personas tras 18 años de experiencia. No es para menos: las cardiopatías son la principal incidencia entre los 50.000 bañistas que pueden ocupar un buen día de julio o agosto las únicas playas de la península con vigilancia todo el año. Otro de los problemas viene derivado por la afición tal vez excesiva a la bebida y la fiesta en una ciudad que no duerme. “Algunos jóvenes, sobre todo británicos, se vienen arriba y se lanzan al agua para nadar hasta la isla”. La isla de Benidorm está a unos dos kilómetros de la playa. Para llegar a ella nadando se tiene que llevar una boya para llamar la atención de las embarcaciones. Mucho de los que se atreven tienen que ser rescatados, como el hombre cuya presencia fue advertida a los socorristas por los responsables del cablesquí acuático, avisados a su vez por los del kayak, mientras se realizaba este reportaje. “Tenía ilusión por llegar a la isla”, decía con el aliento entrecortado tras ayudarse de la mano de un socorrista para subir a la zódiac. El dron de la policía municipal no estaba muy lejos.
Daniel González pilota la lancha en silencio. Solo lo rompe para lamentar el escaso reconocimiento a su labor, nada que ver “con los bomberos o la policía”. “Es verdad”, asiente su compañero Andrés Romero, exfotógrafo de prensa. “Sí, deberíamos tener más autoridad para prohibir e impedir que la gente que pasa de nosotros se metiera en el agua con bandera roja, por ejemplo, pero también es cierto que nos aplauden cuando sacamos a alguien”, interviene Zamora, poco antes de saludar a una bañista rusa: “Dobroye utro” (buenos días)”. “También lo sé decir en vasco. Esto es Benidorm”, añade. Y Benidorm es especial y no solo por sus rascacielos. Cuatro días estuvo en la portada de un tabloide inglés por supuesta presencia de tiburones. “Y mira que les dijimos que era un atún...”. También salió en prensa el caso del joven que se desnudó tras una noche intensa, se internó en el agua y desapareció ante la desesperación de su novia. Se montó el dispositivo de emergencia y al cabo de un rato, se vio por el paseo a un joven desnudo volver tan campante a su hotel. Y esta misma semana, un grupo de británicos pagaron a un mendigo para que se tatuara un mensaje en la frente.
Piscina municipal de Palomeras en Vallecas (Madrid). Ser socorrista en una piscina municipal es una mezcla entre salvar vidas y llamar la atención por transigir las normas. Y con un cierto sex-appeal. “En cuanto te pones la camiseta de socorrista, alguien se te acerca a decirte obscenidades. Y es algo que no me pasa por la calle. Supongo que todavía hay mucho mito con Los vigilantes de la playa”, confiesa Rocío Giménez, de 29 años, que lleva una década trabajando en el centro de Palomeras, en el distrito de Villa de Vallecas.
El centro municipal cuenta con 16 profesionales que vigilan lo que ocurre en sus tres piscinas —una olímpica— y su charca para bebés. “La charca es poco honda, pero el otro día un bebé cayó de espaldas y me tocó ir corriendo, porque no saben darse la vuelta”, explica Giménez. En su primer verano, un adolescente se tiró de cabeza en una alberca para niños —tiene 90 centímetros de fondo— y se golpeó la cabeza. Quedó parapléjico. Otras veces, se queda en un susto: “Algunas personas se tiran a la piscina olímpica sin saber nadar bien y nos toca rescatarlos”, señala.
Como en casi todos los centros públicos, hay una zona de césped junto a la de agua. “La llamamos el Triángulo de las Bermudas, porque desde el puesto de socorro no se ve y tenemos la sensación de que ahí pasan cosas raras”, bromea. Hace poco, una señora se le acercó desde allí, asustada, para decirle que tenía una garrapata en el ojo. Lo más grave en el Triángulo de las Bermudas ocurrió hace unos años: un hombre se durmió en el césped y ya no se despertó. “Parece que era un drogadicto. Fue bastante impresionante cuando se lo llevaron”, dice. La piscina dispone de unas gradas que por las tardes se llena de españoles, dominicanos, marroquíes… “Hay mucha mezcla pero es un recinto muy tranquilo, no suele haber problemas”, señala la socorrista. “El otro día, un grupo de dominicanos empezaron una batalla de gallos [rap improvisado] y varias personas vinieron a decirnos si eso iba contra las normas”, dice Giménez. “Claro que no, cantar no está prohibido”, les respondió. Por las mañanas, el caos lo traen los campamentos de verano. “Llegan de golpe 500 niños y tenemos que estar muy pendientes”, señala. Los jubilados que, de repente, ven perturbada su paz mañanera: “¿No pueden poner una separación?”. Pero las piscinas públicas son para todo el mundo.
Playa de Razo (Carballo, A Coruña), Costa da Morte. Ser socorrista en la playa gallega de Razo, en el norte de la Costa da Morte, requiere dotes de mando para meter en cintura a los bañistas osados y un fino conocimiento del Atlántico bravo e imprevisible para espantar riesgos. En este arenal inmenso del municipio de Carballo, con olas de hasta tres metros de altura y corrientes traicioneras, el equipo de salvamento formado solo por seis rescatadores, un coordinador y dos técnicos sanitarios se ve obligado a acotar zonas de baño para no perder de vista a nadie. “Si hay un rescate es porque la prevención falló”, sentencia Fabián Lobato, de 27 años y con cinco de experiencia. “Con la gente hay que ser firme, pitarle fuerte y hacerle gestos rotundos; somos la autoridad en la playa y hay que dejarlo claro”.
El elenco playero en Razo es variado. Surfistas que surcan las olas como si estuvieron solos, pescadores que ignoran sobre las rocas las embestidas sorpresa y turistas oriundos de aguas calmas que ni en sus peores pesadillas imaginaron la fuerza de arrastre que puede alcanzar el Atlántico en la Costa da Morte. A Inés Lema, que a sus 18 años se estrena en el oficio aunque con experiencia en el salvamento deportivo, una mujer mayor la amenazó con denunciarla por no darle asistencia personalizada. Le explicó que le encantaba lanzarse sobre las olas pero que con la edad “le daban vértigos”, así que le propuso a Lema que la ayudase a incorporarse después de cada lanzamiento: “Como le contesté que yo tenía que atender a todos los bañistas, dijo que me denunciaría”.
En territorio marinero abundan los bañistas que creen conocer más el océano que los propios socorristas. Los que te dicen eso de “llevo viniendo aquí toda la vida y no me vas a decir tú dónde bañarme”, cuenta Inés. Aunque “ahora a la gente le da más vergüenza que les pites", opina Breogán Varela, de 31 años y 12 de veteranía. En una de sus primeras intervenciones se dio cuenta de que ser socorrista en Razo “no es ninguna broma”. Un niño surfista se había golpeado la cabeza en una alejada zona de dunas y se subió a la zódiac con sus compañeros para ir al rescate: “Las olas eran enormes y nuestra zódiac saltaba por los aires; ahí me convencí de que para esto no sirve cualquiera”. En otra ocasión presenció como el mar se tragaba de forma repentina a una cría de 12 años. Aquel día, el baño estaba prohibido por el fuerte oleaje, pero varias personas habían decidido ponerse a remojo con el agua hasta las rodillas. La pequeña fue finalmente rescatada.
187 ahogados en este año
La web de la Federación Española de Salvamento y Socorrismo está encabezada por la cifra de ahogamientos en espacio acuáticos en España en lo que va de año: 187. “Reclamamos un plan nacional de seguridad acuática, una normativa común y una formación para los socorristas parecida a la del carnet de conducir, que se tenga que renovar”, señala Ana Domínguez, coordinadora de Prevención de la federación. “Las playas están poco protegidas, dependen de cada Ayuntamiento”, advierte Carlos Porro, vocal de Prevención.
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