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Los peligros de la navegación (por Internet)

El primer intento de llegar a Ítaca termina en fracaso. Al llegar al puerto el barco ya se ha ido. El plan B tampoco funciona

Javier Rodríguez Marcos
Vista de Patras (Grecia) desde la colina del castillo con el golfo de Corinto al fondo.
Vista de Patras (Grecia) desde la colina del castillo con el golfo de Corinto al fondo.J. R. M.

Paul Morand, que escribió que cabía esperar más de un billete de tren que de uno de lotería, escribió también que todo viajero, al hacer la maleta, debería pensar que un día tendría que cargarla. Ha llegado ese día. El ferri de Lesbos atracó en el Pireo con una puntualidad que sería el orgullo de la Troika y en la estación de Kifissos, en Atenas, el autobús de Patras enfiló sin demora hacia el Peloponeso. Ayudaba una inscripción en el parabrisas: God Is My Copilot. Los griegos saben mejor que nadie que conviene tener a un dios al lado. Ulises se enemistó con Poseidón y anduvo 10 años tratando de regresar a Ítaca.

Cruzado el canal de Corinto, el mar Egeo desaparece a nuestra izquierda. Lo sustituye, a la derecha, el Jónico. Pese a la noche en vela a bordo del Nissos Samos, la novelería del paisaje combinada con un bachillerato de letras impide cerrar los ojos. El turismo de investigación tiene sus servidumbres. La entrada en Patras es más lenta de lo previsto y se acumula el retraso suficiente para que ahora el oráculo hable por boca de la empleada que vende los billetes: el ferri a Ítaca acaba de marcharse. No hay otro hasta mañana.

El Ulises guerrero razonable de la Ilíada se transforma en la Odisea en un astuto héroe que se vuelve en la Eneida un pícaro sin escrúpulos. Pese a todo, no cuesta entender su pesadumbre después de 30 horas sin dormir cabalmente. “Háblame, Musa, del hombre de múltiple tretas que por muy largo tiempo anduvo errante, tras haber arrasado la sagrada ciudadela de Troya…”. Ante el silencio de la musa y de la taquillera, lo mejor será desayunar por cuarta vez, consolarse y cambiar de estrategia. Buscar al menos una cafetería que se llame Ítaca y recordar allí que el empeño de Schliemann en demostrar que la Troya homérica estuvo donde la actual no tuvo el mismo éxito con la casa de Ulises. En su isla no queda ni rastro, dicen.

Estación de autobuses de Kifissos, en Atenas.
Estación de autobuses de Kifissos, en Atenas.J. R. M.

El plan B era viajar a Igoumenitsa, a 200 kilómetros, para estar en Venecia el día señalado para el fin del viaje. Internet, ese piélago, recogía tres salidas diarias desde Patras. Y era verdad a medias. Los ferris salen, pero camino de Italia. No permiten bajar en las escalas. Las navieras se han repartido los recorridos para que cada puerto tenga su actividad. La opción es volver al autobús, que sale en… 11 horas. Tampoco funcionan las consignas y ahí es donde entran en escena Morand y su maleta.

Patras es una gran urbe —la tercera de Grecia—, pero parece algo venida a menos. El centro es una cuadrícula que recuerda la baixa de Lisboa. Pese a contar con un odeón romano y un castillo en la antigua acrópolis, cotiza tan turísticamente a la baja que las postales que venden son de Atenas. Eso sí, en la calle principal hay un Zara Home. Tal vez Patras sea Ítaca —sweet home— por otros medios. Sigue, con todo, siendo un puerto fundamental en el sur de Europa. El año pasado lo usaron 500.000 pasajeros internacionales, dos veces los habitantes de la ciudad. La cifra no pasa de 21.000 en el caso de los recorridos internos. ¿La razón es el puente de más de dos kilómetros que cruza desde 2004 el golfo de Corinto.

CLAVES DEL VIAJE

Recorrido: El Pireo (puerto de Atenas) - Patras.

Distancia: 211 kilómetros.

Duración: 2,30 horas.

Velocidad máxima: 130 km/h.

Medio de transporte: Autobús de línea.

Precio del billete: 20,70 euros.

Lectura recomendada: El viaje, de Paul Morand y El legado de Homero, de Alberto Manguel.

El puerto, que sigue en su esplendor, está además muy vinculado a un invento revolucionario: el barco de vapor. La ruta abierta en 1837 entre Trieste y Estambul —con escala en Patras— cambió para siempre el Mediterráneo. Cuatro años antes de que se abriera, una aseguradora llamada Lloyd Austriaco creó una naviera en la propia Trieste, el gran puerto del imperio austrohúngaro. Más que el transporte de mercancías, era el traslado del correo y de las transferencias bancarias la principal tarea de buques en los que la maquinaria ocupaba tanto que nunca se pensó que un día pudieran transportar carga. En dos semanas se llegaba a Turquía desde el norte de Italia. La mitad que en velero. No extraña que los Rothschild se hicieran con la compañía. Las primeras pruebas de travesías por el Mediterráneo se remontan al año 11.000 antes de Cristo. Trece mil años después de que alguien desembarcara en las Cícladas, los viajes dejaron de estar a merced de los vientos y de la fuerza de los remeros. Además de la velocidad, los nuevos navíos introdujeron algo que han heredado los actuales ferris: la regularidad.

Días más tarde, en el ferri a Brindisi, Olimpia Chanoti recordará sus viajes de 35 horas —ahora se tardan 30— entre Patras y Venecia. Tiene 51 años y se ocupa de la tienda de regalos. Según la antigua ley, como trabajadora del mar podría retirarse el año que viene —“cada día en un barco equivale a dos y yo llevo embarcada desde los 18”—, pero una reforma ha fijado la edad de jubilación en los 67 para todo el mundo: “Esto es el ejército. Pasas seis meses yendo y viniendo, trabajando 15 horas al día. Luego dicen los europeos que en Grecia no se trabaja”. En la tienda, se queja, ni le da el sol, pero su padre ya era marino, en Creta, y a ella le pierde, eso lo reconoce, la épica del oficio: “Al menos viajas. Un invierno vi Venecia nevada. Después de un día y medio metidos en el ferri el puerto estaba cerrado: faltaba visibilidad. Llegábamos al límite y nuestro capitán dijo que, bajo su responsabilidad, tenía derecho a atracar. Pidió a los empleados de tierra que orientaran los coches hacia el barco y que encendieran las luces. Y entramos”.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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