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Crítica | Siberia
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Del aislamiento a la desolación

El relato se estanca con el nulo dibujo de personajes, una cadencia que no es pautada sino morosa, y la gratuidad de ciertos diálogos

Keanu Reeves, en 'Siberia'.
Keanu Reeves, en 'Siberia'.
Javier Ocaña

SIBERIA

Dirección: Matthew Ross.

Intérpretes: Keanu Reeves, Ashley St. George, Pasha D. Lychnikoff, James Gracie.

Género: thriller. EE UU, 2018.

Duración: 104 minutos.

Más que un lugar, que también, Siberia es un estado emocional. De aislamiento, de persecución, de purga. La Historia, con mayúscula, lo ha querido así, y cualquier historia, con minúscula, ambientada en sus tierras debería oler a frío y saber a represión.

Algo que intenta, aunque no consigue, el thriller estadounidense Siberia, incapaz de transmitir la desolación que pretende en un relato ambientado en parte en San Petersburgo, pero que tiene su núcleo central en una zona árida y rural cercana a la tundra. Con el más clásico de los mcguffins como excusa argumental, unos diamantes, su venta y su falsificación, la película renuncia a la fácil comercialidad del ritmo y del aparato de las secuencias de acción, que apenas tiene, para intentar abrazar el sello de los ejercicios de cine de autor.

Siberia juega incluso a ser conceptual, como lo era, por ejemplo, El americano (Anton Corbijn, 2010), en las antípodas climáticas pero con variadas semejanzas en su andamiaje narrativo y en su personalidad casi retro. Sin embargo, se queda en una vulgar sombra porque, aunque hay apuntes de estilo en sus primeros minutos, sobre todo por la utilización de su singular banda sonora, pronto se hunde en el tedio.

En su segundo largometraje, Matthew Ross, su director, pretende experimentar con el contraste entre el hielo y el fuego, entre la flema y el éxtasis, incluso en sus secuencias de sexo, cuatro polvos entre la misma pareja, con cuatro distintos modos de hacer el amor, o de fornicar, que seguramente no es lo mismo, entre la pasión y la decadencia. Pero el relato se estanca con el nulo dibujo de personajes, una cadencia que no es pautada sino morosa, y la gratuidad de ciertos diálogos presuntamente espectaculares, como un Tarantino de saldillo.

Que la secuencia climática pretenda ser un intercambio de parejas con felaciones al fondo ya da una idea de las intenciones de Ross: ir de frío y de abstracto para luego caer en el más fácil y ventajoso de los abismos.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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