Hans Zimmer: “El éxito ha sido mi mejor venganza”
El compositor de bandas sonoras recala en el Teatro Real con su repertorio
Quien a mediados de los años ochenta anduviera en un concierto de Mecano en Segovia y viera colarse entre el trío a un alemán desconocido, sepa que probablemente luego le haya retumbado su música en los oídos. Era Hans Zimmer, amigo de Nacho Cano y creador de algunas de las bandas sonoras que cualquiera de nosotros tararea por ahí: de Piratas del Caribe a El rey León, de obras maestras como La delgada línea roja, de Terence Malick a casi toda la filmografía de Ridley Scott o Christopher Nolan.
De buen ánimo recala estos días por Madrid. España le enchufa energía: “Llevo viniendo aquí desde niño, soy alemán, ¿comprende? Mis padres nos traían de vacaciones”. Luego ha recorrido por gusto el país varias veces. Y este martes montó su espectáculo de cinematografía sinfónica en el Teatro Real, dentro del Universal Music Festival, que dio comienzo con él.
Si Steven Spielberg cede su apoyo emocional en la música de sus películas a John Williams o de la misma manera que Sergio Leone y Ennio Morricone formaron un tándem de referencia, Zimmer es el pilar de algunos clásicos contemporáneos como Scott y Nolan. Junto a ellos ha explorado universos sonoros de riesgo, como en la trilogía de Batman, Interstellar o Dunkerque –caso de Nolan- y Gladiator, Black Hawk derribado o Hannibal, con Scott. No se le resiste nada de la acción a la comedia, de la factoría Disney a series como The Crown.
Entre Hollywood y Europa
Hans Zimmer vive en Londres y trabaja en Hollywood. Allí empezó y ahí quiere seguir. "Mi puerta está exactamente a 20 metros del estudio de grabación y montaje. Cuando mi médico me pregunta si hago ejercicio, intento no contestar", afirma. Es fiel a los orígenes. Se dio a conocer con las primeras películas de aquella ola británica azuzada por el thatcherismo, de donde surgieron nombres como Stephen Frears con Mi hermosa lavandería. De ahí pronto dio el salto a Hollywood donde consiguió una primera nominación al Oscar por Rain Man en 1988. Desde entonces no se ha bajado del carro y ha firmado auténticas obras maestras del género hasta convertirse en una referencia del club de los grandes.
Es un canon en sí mismo, un estilo que aúna gravedad alemana por formación y corrientes del pop. Un natural eclecticismo donde conviven Beethoven y Mahler con el jazz, The Beatles y el tecno. Sin renunciar a un riesgo que ejerce con pedagogía. “Los estudios te llaman y te sugieren: queremos algo nuevo, distinto. Luego compruebas que no hablan en serio. Hay que innovar poco a poco, consiguiendo que entren por el aro y no lo rechacen de partida. Pero entran. Tampoco yo les asusto nada más llegar, no soy idiota”, afirma.
Olfato para el gusto colectivo tiene. Y vía libre después de haber ganado un oscar y haber estado nominado a otros nueve. No le importa que a su música la conozcan por un título con tirón de película taquillera y no por el nombre de quien la ha creado: “De hecho eso me hace gracia. Te da una libertad increíble”. Pese a todo, cuando inventa algo, procura que lleve su sello. También en la concepción del espectáculo que ha ofrecido en España. Predominan las mujeres solistas, la orquesta es una amalgama multicultural de razas y lenguas. “No valgo para hacer política, pero en este mundo en que vivimos y concretamente en esta Europa que se está poniendo tan fea y antipática, creo que aporto toda una declaración de intenciones. ¿Por qué en vez de rechazarnos y escuchar como políticos impresentables fomentan el odio no hacemos por entendernos?”.
Un modelo puede ser el West-Easter Divan, la orquesta que aúna árabes, palestinos e israelíes montada por Daniel Barenboim y Edward Said. “Demuestra que el miedo al otro es una cuestión psicológica y que si pueden hacer música juntos, ¿cómo no van a convivir?”. En eso hay una intención clara. Una provocación sana: “Aunque prefiero hacer las cosas sin pensar en sus consecuencias. Lanzar preguntas, es mucho más estimulante que dar respuestas, sobre todo cuando ya, más o menos, las conoces”.
Así ha ido labrando su carrera, sin medir mucho, pero sin renunciar a la evidente espectacularidad que emana de algunas de sus partituras. Sintió el desprecio de varios músicos clásicos de academia en su país, pero le dio lo mismo. Ahora ríe él: “Cuando ofrezco un concierto en una de las salas templo de mi país y se llena con un público feliz, sonrío. No me puedo reprimir a la hora de decir lo siguiente: el éxito es mi mejor venganza”.
Pero tampoco ha querido seguir las pautas de lo fácil: “Cuando he concebido algunos espectáculos, los gurús me advertían que metiera piezas cortas, de cuatro o cinco minutos, en el repertorio. Ni se me ocurrió. Me decidí por temas de más de 20 minutos. Dicen que los jóvenes no lo aguantan. No hay mayor satisfacción para mí que comprobar que sí. Y que les encanta”.
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